miércoles, 2 de enero de 2019

DISPARA

Su vida podía haber sido muy distinta. Como la de cualquier otra persona, en realidad, pero hacía bastante tiempo que le importaba más bien poco cualquier vida que no fuera la suya. Si no le hubieran despedido, estaba seguro de que no se habría convertido en el resentido furioso que era hoy. Continuó con el mismo ritual que llevaba repitiendo diecisiete años: a las 3 en punto de la madrugada del día 31, trepó hasta el segundo piso de un edificio vacío en los aledaños de la plaza, y allí empujó los ladrillos que, tramposamente, parecían tapiar una pequeña ventana. El edificio continuaba deteriorándose año tras año, pero nadie parecía tener intención de hacer nada al respecto. La suciedad y la humedad daban a aquel sitio aspecto de cadáver de una guerra cualquiera, un cadáver al que se deja descomponer con saña y desprecio. Sin pararse a pensar en tanta literatura, subió piso tras piso hasta llegar al último y, una vez allí, empujó la herrumbrosa trampilla, cada vez más oxidada, cada vez más difícil de mover, que llevaba al tejado. Fuera, la temperatura helada y las tejas resbaladizas y en mal estado, le aguzaron el sentido de supervivencia al máximo, y se desplazó con esa agilidad y firmeza que dan los años de entrenamiento militar. Lo de ser soldado no había sido una decisión vocacional, sino más bien una huida hacia delante cuando se dio cuenta de que no podría volver a trabajar jamás con un reloj. Nunca había sentido la necesidad de estudiar, porque creía que con saberse al dedillo su oficio, tendría garantizado su futuro, pero paradójicamente cuando tocó techo, fue cuando las cosas se derrumbaron.

Los puntos más críticos eran los saltos de un edificio a otro: no eran grandes saltos, pero lo que sí podía haber, si algo salía mal, eran grandes caídas. Por fin, llegó a su destino, un breve espacio entre dos balaustres, desde el cual, estando tumbado, era imposible que le vieran desde abajo. Estiró el saco de dormir y dejó el alargado maletín a su lado. No necesitaba dormir mucho, pero sí descansar lo suficiente. Por si acaso. Esa noche, como todas las noches entre los días 30 y 31 de diciembre de los últimos diecisiete años, tuvo una pesadilla con aquella otra Nochevieja. Aunque quizás no sea preciso llamarlo pesadilla, porque lo que le pasaba a Diego era que en el sueño revivía segundo a segundo y con milimétrica precisión, aquel día, tan lejano ya en el tiempo: el orgullo infinito con el que se había despedido de sus padres aquella tarde, camino de la plaza, los innumerables mensajes de felicitación que había recibido, la sensación de poder que había experimentado subiendo los últimos escalones y viendo toda aquella gente abajo, pendiente de lo que él hiciera La caída no habría sido tan grande si hubiera contemplado como una posibilidad lo que sucedió, pero es que ni se le había pasado por la cabeza: a fin de cuentas, era algo que nunca había ocurrido antes. Los quince días anteriores había hecho pruebas diarias del mecanismo de la bola, y todo había ido a la perfección. La noche del 30, en el ensayo, todo salió a pedir de boca. Pero el día 31, cuando faltaban veintiocho segundos para el cambio de día y de año, la bola no hizo lo que se esperaba de ella. Comenzó a bajar, pero, nadie sabe por qué, se atascó a medio camino. Y no hubo cuartos. Y no hubo campanadas. El gesto de Diego, en ese preciso momento, a veintiocho segundos del año 2020, se contrajo en una mueca que ya no le abandonaría nunca. Ni cuando tuvo que soportar los gritos e insultos de la multitud en la Puerta del Sol, ni cuando le despidieron el mismo día siguiente, en una rueda de prensa que organizó a toda prisa la Alcaldía y en la que le usaron como cabeza de turco, acusándole de unos inexistentes problemas con la bebida, ni cuando se alistó al cabo de unos meses...La mueca se fue convirtiendo en rencor con el paso del tiempo, y la destreza con las armas que fue ganando, hizo el resto.

La gente siempre llega antes de tiempo a la plaza el día 31, van cogiendo sitio, beben, se abrazan, bailan, berrean. Estas escenas le resultan vomitivas, y aprovecha para ir afinando puntería. Pam, a ti, por imbécil. Pam, a ti, por payaso. Pam, a ti, por estar en el escenario de mi humillación. Llega un momento, ya pasadas las once, en que en la plaza no cabe ni un alfiler más, hay miles de personas congregadas. Si en ese momento abriera fuego…Sus dedos se crispan entorno al gatillo, hay voces en su cabeza que le dicen que dispare, y otras que le dicen que no lo haga, que esa gente no tiene culpa de nada. Las voces hablan cada vez más alto, pero el momento de máxima tensión, cuando le chillan enfurecidas que lo haga, que dispare, es cuando faltan veintiocho segundos para el cambio de año. Dispara, dispara, dispara, oye como un rugido atronando en su cabeza cuando comienza a bajar la bola. Más de un año ha estado a punto de hacerlo y, para ser exactos, un año lo hizo, pero en el último instante su mano izquierda alzó el fusil, de forma que la bala acabó incrustada en la fachada de la antigua Real Casa de Correos. Cuando la bola ha bajado y suenan los cuartos, las voces empiezan a atenuarse, y cuando las doce campanadas anuncian el nuevo año, la única voz que queda es la que le pregunta qué está haciendo allí, si se ha vuelto definitivamente loco. Entonces desmonta su fusil de precisión y recoge sus cosas, aliviado por no haberlo hecho, pero con la duda de si al año siguiente será, por fin, capaz de hacerlo.