sábado, 7 de abril de 2018

DON QUIJOTE DE MERCURIO

Que el Sol fuera a engullir a la Tierra no era ya un secreto, todo el mundo a estas alturas era ya consciente, lo que no se esperaba era que fuese a ocurrir tan pronto.

- Ve preparando las maletas, Freddy, te vas a Mercurio.
Suspiré. Mercurio… ¿No había algún planeta más cercano al infierno?.
El Departamento de Energía Extraterrestre era un lugar donde la rutina no tenía cabida, casi todas las semanas tenía que viajar a la Luna y al menos una vez al mes también a reparar las plantas de viento solar y fotonucleares de los planetas interiores del sistema Solar.
El personal a mi mando, diríase que venía de haber combatido en las guerras plutonianas, eran recios hombres y mujeres con rostros surcados por cicatrices y de mirada vacía que habían perdido las ganas de vivir. Si alguna vez les hubiera pedido que me acompañaran al interior de un agujero negro estoy seguro de que me habrían obedecido sin pestañear.  
El parque eólico MEGA 345 de Mercurio, capaz de proporcionar toda la electricidad de Europa, estaba dando muchos problemas. No hacía ni un año que se había inaugurado y ya casi la mitad de sus aerogeneradores se encontraban fuera de servicio. La energía generada allí era transportada  a la sedienta Tierra mediante descomunales baterías eléctricas espaciales que orbitaban a su llegada de forma geoestacionaria sobre las ciudades. Hacía decenas de años que no quedaba ni un solo milímetro cuadrado en su superficie para albergar semejantes plantas de producción y los setenta mil millones de terrícolas necesitaban luz.
Aquellos gigantes de más de dos kilómetros de altura con aspas de quinientos metros, giraban incansablemente durante los tres interminables días que se sucedían en el corto año Mercuriano. Eran monstruos ávidos de devorar el viento solar que hacían realidad aquel milagro energético, siempre y cuando funcionaran bien claro. Sus diseñadores no habían tenido en cuenta que, a diferencia de otros planetas, las llamaradas solares del cercano Sol barrían la superficie de Mercurio como un gato lame su cuenco de leche. Alternadores fundidos, palas dobladas, líneas eléctricas sobrecalentadas… un completo desastre que mi equipo de mercenarios debía reparar periódicamente.
La verdad es que no sé por qué la raza humana se empeñaba en sobrevivir. El diámetro del Sol había aumentado exponencialmente durante los últimos veinticinco años en contra de todas las predicciones científicas. El Ministerio de la Tierra anunciaba ahora en los medios abiertamente que el fin del mundo se produciría en menos de cien años ¿Por qué preocuparse entonces?
Pero no tenía sentido lanzarse a este tipo de reflexiones cuando había una tarea urgente que llevar a cabo, al fin y al cabo no nos pagaban por pensar, sino por reparar, además, para cuando la Tierra ardiera, seguramente yo ya estaría bien muerto y enterrado. Estaba tan harto de aquella farsa que a veces me daban ganas de estrellar una de las lanzaderas de mantenimiento contra la subestación eléctrica Mercuriana.
Los viajes espaciales eran tan frecuentes por aquel entonces que no hacía falta apenas planificación para embarcarse en ellos. Las naves partían estruendosamente del espaciopuerto diariamente hacia cualquier rincón del Sistema Solar. La única precaución especial a tener en cuenta cuando uno tenía que viajar a Mercurio, era que en su  cara expuesta al Sol se alcanzaban cientos de grados, por lo que todos los trabajos en exterior debían de realizarse con pesados exoesqueletos de Titanio refractario.


Odiaba viajar a Mercurio, esa era la verdad, pero tenía que reconocer que las vistas eran espectaculares. Casi todo mi grupo pasaba el viaje hibernando y los que despertaban durante el trayecto, dedicaban el tiempo a beber desmedidamente en las inmensas discotecas del transbordador. Yo, sin embargo, el día de la llegada, pasaba horas enteras en solitario deambulando por la cubierta superior acristalada para contemplar el espectáculo. Me hipnotizaba la visión de aquella diminuta esfera rocosa a la que nos dirigíamos flotando enfrente de aquella enorme masa en combustión, como una isla desierta en medio de un océano salvaje compuesto de magma, fuego y gases ardientes.
Los poderosos vidrios polarizados de aquel observatorio no podían amortiguar suficientemente el brillo del monstruoso astro fulgurante que me hacía entornar los ojos con su esplendor.
Aquella estrella que había hecho posible la vida en la Tierra iba a ser ahora paradójicamente el responsable de su extinción. Una destrucción lenta, imparable, fría y calculada. Pero así se comportan las estrellas, como arañas que devoran a sus crías recién nacidas. A pesar de todo, nos aferrábamos a ella hasta el mismísimo día del juicio final con tenacidad muy humana, como miles de millones de tozudas sanguijuelas capaces de viajar al borde del averno para poder dar una bocanada de aire más.
Estaba inmerso precisamente en estos pensamientos cuando una curiosa sensación de irrealidad se apoderó de repente de mi ser. Ahora flotaba en el espacio donde mi cuerpo caía sin remedio en el vacío que me separaba de aquel inconmensurable caos de fuego, todopoderoso creador y destructor al mismo tiempo.  
Las alarmas de proximidad resonaron en la cubierta despertándome de mi letargo.

- Freddy, los ascensores planetarios están preparados. Bajamos en quince minutos-
Asentí sin mirar a mi segundo. La nave se había detenido a la sombra de Mercurio. Estábamos ahora tan cerca que desde allí podía ver a simple vista las siluetas negras de los inmensos aerogeneradores recortados contra el crepitante fondo anaranjado del Sol.
La escena se me antojaba como si aquellas formidables cruces negras formaran parte en realidad de un surrealista cementerio de gigantes. Tenebrosos mausoleos a la insolencia humana empeñada en prolongar su existencia cuando toda esperanza había muerto. La visión se desvaneció.

- ¿Señor?

- Si, iniciad el descenso, pero no me espereis, ahora mismo voy  -

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