lunes, 5 de abril de 2021

HAKAI

Hakai había emergido del centro de la Tierra hacía ya tanto tiempo que nadie lo recordaba... espera, no, ... ¿no había venido en realidad a nuestro planeta encaramado a uno de esos meteoritos que impactaban de tanto en tanto?, algunos aseguraban que, por el contrario, aquel engendro había planeado sobre el océano Pacífico después de surfear durante años luz sobre la cola de un cometa que se había aproximado demasiado a nuestra órbita. Su origen era descaradamente incierto, pero su destructora actividad sobre la superficie era tan palpable como el reguero de escombros y cadáveres que sembraba.

Hakai era un enorme monstruo de más de trescientos metros de altura, más grande que el Empire State, que caminaba sobre sus dos patas traseras capaces de aplastar edificios de diez plantas como si fueran flores tiernas. Su ruta era siempre errática, impredecible, no seguía ningún patrón definido de manera que era imposible predecir cual iba a ser su senda apocalíptica.

Los humanos se habían habituado a convivir y a padecer a esta caprichosa y devastadora criatura y reparaban incansablemente, como afanosas hormiguitas, todos los destrozos que provocaba a su paso por ciudades, carreteras, puentes y presas. Podían pasar decenas de años desde que Hakai destrozara una determinada región hasta que por casualidad volviera ésta a cruzarse en su camino, por lo que en general merecía la pena reconstruirlo todo de nuevo. La frecuencia de destrucción era terrible, sí, pero no muy distinta a la de los catástrofes naturales a las que están sometidos y acostumbrados aquellos que habitan en zonas de paso de tornados, en laderas de volcanes, o próximos a activas zonas de confluencia tectónica, etc. La única diferencia, nada desdeñable, es que el ser sometidos a la devastación arbitraria provocada por un alienígena de colosales dimensiones era más difícil de asimilar por los terrícolas que las espontaneas demostraciones de fuerza naturales de su planeta.

Durante toda su existencia, se trató de poner freno a aquel gigantesco bípedo errante con todo tipo de armas, medidas y artimañas que resultaron tan inútiles como tratar de intentar apagar el Sol con un vaso de agua. Las más potentes armas nucleares disponibles no producían la menor huella en su dura y gruesa coraza escamosa. Ninguna zanja, tan grande como el cañón del colorado, de aquellas en las que trataron introducirlo, era lo suficientemente profunda como para retenerlo. Era un ser incontenible, indestructible e imperturbable que parecía haber estado siempre allí y que todo apuntaba a que siempre permanecería.

Madrid había sido casi reducida a pilas de hormigón destrozado, cristal triturado, coches aplastados y jirones de acero cuando Hakai, aburrido de devorar transeúntes y de demoler casas durante días, se dirigió hacia el oeste arrastrando los pies con cansino caminar dirección a la puesta de sol. Hacía setenta años que no pasaba por allí, solo algunos ancianos recordaban vívidamente aquel episodio de cuando eran muchachos como veteranos de una guerra surrealista que, en otras circunstancias, las generaciones posteriores apenas creerían sino fuera porque en las noticias se seguía diaria e impertérritamente, las andanzas aquel cataclismo ambulante.

Sonaron las sirenas y los silbatos e inmediatamente comenzaron a aparecer las ambulancias, los bomberos y los autobuses cargados con pelotones de obreros, pala y pico en mano, que precedían a las máquinas excavadoras y volquetes gigantes de mina que habían estado aguardando pacientemente en la periferia de la ciudad a que aquel fugaz holocausto terminara. No había tiempo que perder, había que reconstruir la ciudad cuanto antes.