lunes, 14 de agosto de 2023

FALACROFOBIA

No me gusta el brillo de mi calva. No me gustan las perlas de sudor que florecen cuando camino rápido o cuando el sol impacta sobre la desprotegida, fina, delicada y blanca superficie de piel que cubre mi cráneo abrasándola inclementemente.

Mi frente no tiene fin y mi cabeza parece un balón. 

- ¿SERÉ FALACROFÓBICO?- Me preguntaba

- ¿Que?-

Falacrofóbico, si, significa aquel que sufre de un miedo irracional a quedarse calvo, lo leí hace poco en un artículo mientras curioseaba en internet, aunque falacrofóbico también es la palabra que define a aquellos que odian a los calvos, aquellos que evitan cruzarse con ellos, también de forma irracional, claro.

¿Qué puede haber de racional en tener fobia a los calvos?.

También lo llaman "Peladofobia", aunque suena mucho peor, es el "Miedo irracional y enfermizo a los calvos", o eso al, menos dice la RAE. Enfermizo, si, por extremo que parezca, pero eso dice la Real Academia.

¿De verdad hay alguien que pueda odiarnos por el mero hecho de no tener pelo?, ¡Pero si nosotros no tenemos la culpa!. Claro que no es la única fobia rara que existe, ¿Qué sentido tiene la gerontofobia o la Pogonofobia?. Las fobias no tienen sentido, se padecen sin más.

No creo haberme cruzado nunca con uno de ellos, con un falacrofóbico quiero decir. Una palabra tan desconocida que ni siquiera los editores de texto la reconocen. Supongo que de haberlo hecho, habría sido cosciente del hecho porque me habría pegado o insultado.

Supongo que cuando nos ven, se esconden, se ocultan detrás de las farolas o se escabullen con agilidad dentro de algún callejón oscuro para evitar cruzarse con nosotros. Si los falacrofóbicos existen, para nosotros los calvos, no son muy diferentes de los unicornios, los duendes o las hadas, seres de leyenda o mitológicos con los que difícilmente nos vamos a tropezar a menos que hayas consumido suficientes alucinógenos. 

¿Pero que les hemos hecho nosotros a ellos? Bastante tenemos con sobrellevar lo nuestro. Absurdo y demencial, si, pero por lo que parece también muy real. Los peladofóbicos existen, y pudiera ser que no siempre se mostraran huidizos o timoratos. Y si también los hubiera que nos odiaran tanto que fueran capaces de vencer su terror para poder poner fin a nuestra existencia, eliminarnos de su camino y poder transitar sin temor por las calles sin sobresaltarse y tener que huir al encontrarse con alguno de nosotros. Es ahí donde comienza y termina mi historia.

Era un día soleado de abril, el sol brillaba y achicharraba calvas porque no hacía el suficiente calor como para notar el impacto de sus rayos en ella y no invitaba a cubrirlas, pero lo cierto es que es en esos días cuando uno más se quema el cartón. ¿Reconocerían los peladofóbicos a un alopécico si llevara la cabeza cubierta? ¿o solo se desataría su asco u horror si nos descubrieramos cortésmente para saludarles? Estas preguntas y otras similares acudieron una y otra vez a mi cabeza el tiempo que tuve que permanecer encerrado.  

Caminaba paso ligero, como siempre lo hago, esquivando transeúntes como si hiciera eslalon por la avenida que estaba atiborrada de gente. Tenía ganas de llegar a casa, había sido un día largo y complicado en el trabajo. Esperando a que un semáforo se pusiera en verde para cruzar oí un silbido que parecía proceder de un callejón cercano y oscuro. El silbido se volvió a repetir seguido de un:

"¡Eh!, tú"

Miré de reojo sin girar la cabeza. En las grandes ciudades hemos aprendido a no responder a este tipo de llamadas furtivas que suelen acabar en alguien pidiéndote dinero o en tener que dar indicaciones a turistas que no suelen entender nada. Lo que no esperaba es que quienquiera que fuera el individuo que se ocultaba en las sombras supiera mi nombre. O individua, mejor dicho,  porque la voz era de mujer.

Ahora si que estaba intrigado de verdad, abandoné a la muchedumbre que se agolpaba en el borde de la acera esperando a cruzar para dirigirme hacía la voz.

-Por aquí, por favor.-

Como si fuera arrastrado por un canto de sirena me adentré en la penumbra con los ojos muy abiertos tratando de discernir quien demonios me estaba llamando.

- ¿Pero quien ...?

Y no recuerdo más, la propia sirena, algún tritón o algún secuaz suyo debió de propinarme un fuerte porrazo en la cabeza que me derribó al instante. La cabeza me dolía terriblemente, estaba tumbado en un suelo tan frío como un iceberg y un penetrante olor a humedad y moho atenazaba mis fosas nasales.

Me incorporé lentamente y con dificultad, y me detuve cuando todavía estaba de rodillas. Había alguien más en aquella habitación o lo que quiera que fuera el lugar donde me encontraba. La oscuridad era impenetrable pero podía oir claramente la respiración y ruiditos de varias personas a mi alrededor. Me puse en pie y comencé a tantear a mi alrededor. Rápidamente topé con el faldón de una chaqueta que parecía de traje, el individuo que la vestía dió un respingo y emitió un corto:

 -Ah- 

Agarré una corbata que ascendí hasta llegar al cuello de la chaqueta y seguí palpando la  cabeza a la que daba paso hasta llegar a la coronilla, no había pelo en ella. 

-Eh, oiga, usted ¿que hacemos aquí?-

- Maldita sea, y yo que sé. Llevo aquí un día entero creo.-

Mi otra mano topó con el hombro de otra figura en camiseta, mis dedos tocaron una nariz grande, un ojo y después, más arriba otra calvorota.

- ¿Quiere usted hacer el favor de dejar de sobarme?- dijo el propietario del ojo.

-¿Pero que es esto? - me pregunté, -¿es que está esto lleno de calvos?- Pregunté a la oscuridad 

- Y calvas-  Dijo una voz de mujer

De repente un ruido ensordecedor llenó el habitáculo en el que nos encontráramos, un sonido poderoso  que me resultaba muy familiar. Era una sirena de barco, de un barco grande.

El recinto se tambaleó suavemente y todo pareció ponerse en movimiento. El temblor no fue gran cosa pero lo justo para que perdiera el equilibrio y tuviera que apoyarme en la pared más cercana. Era de metal, fabricado en una tosca chapa ranurada en vertical. ¿Estábamos en un contenedor? 

-Maldita sea, ¿pero que...?-

Un segundo bocinazo casi no me dejó escuchar la conversación de dos marineros que pasaban junto al contenedor pero pude oir lo suficientepara darme cuenta de que mi vida iba a dar un giro inesperado e irremediable. Los pelos, de la nuca, se me pusieron de punta cuando de entre la verborrea árabe que intercambiaban oí de forma clara e inequívoca la palabra "Estambul".





jueves, 15 de junio de 2023

Pelotillas del pinrel querido.

Son las pelusas de tus pies
un imán para mis falanges,
rezuman tu zaína miel
son como cabello de ángel.
Pelotillas de oscura pelusa,
pelusillas de negra argamasa.
Hormigón incrustado,oh Musa,
testimonio de amor que no pasa.





Adán se las quitó Eva
allá en el jardín del Edén
y Dios, celoso de ella,
mandó al arcángel Gabriel.
Acicate de mis dedos roñosos
que exfolian hasta el amanecer.
Son esas, tus pelotillas negras,
una fuente de oscuro placer.


Despedidas.



Hay despedidas grandes y hay despedidas chicas.
Algunas son un adiós y otras son un hasta luego.
Otras son definitivas y algunas son de un momento.
Unos se fueron, otros están.
Unos en la memoria, otros Dios sabrá.
Hay despedidas chicas y hay despedidas grandes.
A algunos se les echa de menos y a otros se les echa de más.
Todos tuvieron sentido, alguno, o alguna, fueron ( y son ) algo más.
Algo más que marca la diferencia.
Algo más que te marca la vida.
La familia no es sólo la sangre, es algo más.
Ese algo es vida.
Un constructo, una argamasa.
Apetencia del mañana que ya no vendrá.
Hay despedidas y despedidas...
Toda despedida conlleva un punto.
Un punto y final.
Todo final conlleva un comienzo.
Todo comienzo es andar...


sábado, 11 de marzo de 2023

EL FARO

Por el día el faro no daba tanto miedo, resultaba incluso fascinante, quizás algo salvaje e indómito pero cautivador al mismo tiempo. Alto, deslumbrante e imponente cuando el sol brillaba. A pesar del constante rugir del viento y de las olas, la torre refulgía con esplendor bajo el cielo azul intenso del mar del norte y su majestuosa linterna se erguía orgullosa sobre ella como oteando el horizonte en busca de barcos perdidos. 



Por la noche, sin embargo, aquella esbeltez y hermosura se tornaba en una forma amenazante y siniestra que parecía inclinarse sobre cualquiera que transitara por su base con intención de aplastarlo. Obstinado e insensato, se empeñaba en apagarse de manera inesperada, en especial las noches de niebla y mal tiempo, provocando trágicamente la colisión de los desafortunados buques que navegaban por la zona.

El farero llevaba toda su vida en el islote, al menos eso era lo que él pensaba. No recordaba cuando había desembarcado allí por primera vez. ¿Acaso  había venido cuando era un muchacho? ¿había nacido allí?. Tenía la sensación de que era tan viejo como el mismo faro. El hombre tenía la cara surcada por profundas arrugas, llevaba un gorro ajado, la ropa hecha jirones, y el poco pelo que le quedaba, estaba sucio y caía en desordenadas madejas amarillentas sobre sus hombros.  

En aquella roca también habitaban las almas de los naufragados, marineros sobre todo,  pero también pasajeros y algunos soldados.  Era como un pequeño Babel donde se escuchaban idiomas procedentes de todo el mundo. Estaban por todos lados, formaban corrillos pequeños pero también grandes, se agrupaban por nacionalidades y clases sociales y pasaban las largas noches de invierno hablando de sus cosas y cantando.

El vigilante podía ver a los involuntarios habitantes, podía hablar con ellos, aunque no quería, a decir verdad, aquella multitud le exasperaba un poco. Llevaba todo aquel tiempo allí en el faro precisamente porque quería estar solo, pero la isla no hacía más que llenarse de espíritus. No había rincón, cueva o saliente en el que no hubiera algún grupo de ectoplasmas sentado discutiendo. En ocasiones, las conversaciones se tornaban agresivas y los contrincantes se sacudían indoloros puñetazos que atizaban los incorporeos rostros de los que los recibían. Era rídiculo y exasperante al mismo tiempo.

No todos los espíritus se quedaban allí, algunos se marchaban en los barcos que hacían escala para reponer agua o traer provisiones al farero. Aquello resultaba un pequeño alivio, porque aquellas esporádicas visitas hacían que la población eterea de la isla disminuyera circunstancialmente, pero como al faro aquello no le gustaba, rápidamente ponía remedio provocando otro aparatoso y mortal naufragio.

Una heladora noche de abril se desencadenó una violenta tormenta, una tormenta eléctrica que descargó rayos por doquier. Hasta los fantasmas alzaron miradas temerosas al cielo sobrecogidos por la virulencia del fenómeno. Fué entonces cuando un rayo enorme impactó de lleno en la cúpula del faro provocando un crujido estrepitoso que se se habría oido en millas a la redonda de haber habido algún alma con vida para escucharlo, aunque espera, si que lo había... 

El farero lo oyó, sí, y también lo vió, fue testigo de como aquella brutal descarga eléctrica partía la antiquisima torre de piedra por la mitad como si de un hacha partiendo un tronco se tratara. Al farero se le partió también el corazón, no porque apreciara a su cruel e insensible compañero, sino porque aquello probablemente significaba el final de su carrera, la razón de ser de su estancia en aquel desolado y remoto lugar se había partido en dos. Era evidente para él, que las autoridades maritimas no lo reconstruirian, preferirían desviar las rutas navieras antes que gastar un céntimo en volver a poner a punto aquel viejo mausoleo. Era el fin, pensó mientras contemplaba inerme bajo la lluvia las ruinas chamuscadas y todavía humeantes.

Una mano ectoplásmica azul y ligeramente brillante se posó en su hombro. El farero dió un respingo, era la primera vez que le tocaban.

- Je suis desolé- 

Dijo un timonel francés, que llevaba al menos una década por allí, a su oído con evidente desconsuelo. El resto de fantasmas, que se había aglomerado alrededor del farero para ver el espéctaculo, se unieron a él poco a poco y formando una interminable fila le presentaron uno a uno con respeto sus respectivas condolencias como si de un funeral se tratase. 












domingo, 20 de marzo de 2022

SOLOS

 Silencio

Oscuridad

Habían dejado de lanzar cohetes y ya no caía arena ni piedras del techo.

-¿Mamá?-

Oksana llevaba horas envuelta en una manta llena de polvo en el sótano de la tienda de libros de segunda mano del señor Yakiv. A su madre y a ella les había pillado por sorpresa aquel bombardeo mientras hurgaban entre los restos de la frutería que había al lado, pero antes de que hubieran podido bajar por la escalera que conducía al almacén de la librería para ponerse a salvo, un trozo de metralla había alcanzado a su mamá en la vientre. No había hospital ni ayuda a la que recurrir, y con el tiempo había dejado de gemir y finalmente de respirar.

- Mamá, ¡mamá! - Oksana sacudió gentilmente a su madre que permaneció inmóvil. Hundió la barbilla en el pecho y se agarró la cabeza con ambas manos. Ya no le quedaban más lágrimas, se había pasado todo el tiempo llorando desde que se habían refugiado allí. 

- Mamá, no te mueras, por favor.- Sollozó Oksana desconsolada.

¿Qué oportunidades tenía de sobrevivir una niña de once años en medio de aquel caos? Toda su familia se había marchado. Todos, excepto los hombres, su padre y sus tíos que habían tenido que unirse a las milicias de la ciudad. ¿Estarían vivos todavía? 

Un ruido procedente de la escalera que daba acceso al almacén erizó los pelos de la pequeña Oksana. Alguien había abierto la trampilla del sótano y bajaba con prudencia por las escaleras. 

- ¿Hay alguien ahí? - Dijo una voz en ruso.

Oksana se quedó paralizada por el pánico. Los tanques no habían entrado todavía en la calle, después de cada ataque con proyectiles siempre entraban pero tardaban al menos una hora en hacerlo, no podía ser un soldado ruso, al menos no todavía.

El intruso alcanzó el final de la escalera pero la niña no pudo ver de quien se trataba, todo estaba completamente a oscuras.

-¿Quien eres? ¿Vas a hacerme daño? - Preguntó la niña.

- No, te lo prometo, solo busco un sitio donde esconderme.- Dijo aquella voz, que no era la de un hombre, sino más bien la de un chico joven, un muchacho de quizás dieciocho o veinte años.

- Eres un soldado  ¿verdad? -

- Si, bueno, lo era, pero he desertado, no quiero participar en esta guerra. ¿Estás aquí tu sola? -

- No, estoy con mi madre, pero creo que está muerta. La hirieron en el bombardeo.- 

El muchacho guardó silencio durante un rato. Después se acercó lentamente hacia el lugar de donde procedía la voz de la pequeña. 

- Yo....lo siento mucho - Balbuceó el chico. - Nunca debimos de invadir vuestro país.... lo siento de verdad.-

El soldado depositó su fusil con cuidado en el suelo, se quitó el casco y se sentó junto a la niña. En la penumbra, localizó palpando a ciegas el cuerpo inmóvil de la mujer y suspiró cuando comprobó que no estaba viva.

- Mira, mi división entrará ahora dentro de un rato en este barrio y continuarán hacia el  norte. Una vez hayan pasado de largo me marcharé y te dejaré en paz. Te prometo que no te molestaré.-

La niña se encogió de hombros en la oscuridad dando su conformidad, aunque el soldado no pudo verlo. En realidad no quería quedarse sola.

- ¿Puedo entonces quedarme contigo? ¿Cómo te llamas? -

- Mmm.. me llamo Oksana, y si, puedes quedarte aquí.- Dijo con voz temblorosa.

- Gracias Oksana, te prometo que me marcharé en cuanto hayan pasado.- Dijo el chico conteniendo la emoción en su voz.

Un rumor lejano y un temblor intenso empezó a provocar que arenilla y piedrecillas volvieran a caer del techo. La columna rusa se adentraba en la ciudad justo por la calle en la que se encontraban escondidos. 

Inmersos en aquella impenetrable oscuridad, aterrorizados por no saber lo que iba a pasar en los siguientes instantes y sobrecogidos por una inmensa tristeza y sensación de soledad, las manos de los dos niños se rozaron sin querer en las tinieblas y se asieron con fuerza cuando el estruendo de las cadenas de los tanques rusos inundó el pequeño sótano.




  

domingo, 3 de octubre de 2021

EL REY DE TARTESSOS

De sus más preciadas posesiones, Gadir era sin duda la más bella de todas. Quizás fuese aquella la última oportunidad que tuviera para contemplar una de aquellas sobrecogedoras puestas de sol que siempre le dejaban sin respiración. 

Desde aquella pequeña y coqueta caleta, ubicada al oeste de la isla de Eritea, podía escrutar el interminable e indómito océano que se extendía como una alfombra erizada por tornadizos borregos blancos hacia el oeste. Allí, cómodamente sentado entre las columnas del templo de Astarte, daba rienda suelta a su cada vez más marchita imaginación tratando de adivinar que podría esconder el horizonte. 

El Titán Helios, como lo llamaban sus camaradas griegos, parecía no querer esconderse nunca. Se resistía a ser engullido por aquel mar embravecido para dar paso a la noche, enrojeciendo el cielo como nunca había visto en ninguna otra parte de su reino. Su luz penetraba a través de sus pobladas cejas blancas en sus retinas tatuando en su mente una llamada imperiosa que le invitaba inexorablemente a navegar en su pos.

Estaba muy cansado, devastado por dentro, casi deseaba que aquella noche fuera por fin ya la última y no tener que despertar para enfrentarse de nuevo al sinfín de decisiones que día a día debía de tomar. Despreciaba el momento en el que sus consejeros se arremolinaban a su alrededor nada más traspasar el umbral de las puertas de palacio al regresar de alguno de sus viajes. Los tiempos andaban muy revueltos últimamente y todas las noticias que venían del este, de allende los mares, no auguraban nada bueno. La apuesta de Tartessos de financiar a los focenses había sido atrevida y temeraria, puede que hasta ciertamente estúpida teniendo en cuenta que los asentamientos cartagineses en la península habían echado unas raíces tan profundas como las minas de plata que ellos mismos excavaban por doquier.

Alalia, precisamente el epitafio que necesitaba. 

A su espalda, iluminados por aquel resplandor ardiente y anaranjado, como proyectado en el cielo por una ciudad en llamas, el recién llegado mensajero provocaba el caos entre sus acompañantes que vociferaban sin parar desintegrando aquel precioso momento. 

Cerró los ojos. 

Sabía que el fin del mundo no se encontraba al oeste, mas allá de aquella lejana línea del horizonte que tenía ante sí, sino que avanzaba como un abrumador rodillo desde las colonias púnicas de la costa de levante de sus dominios a las que hacía ya años no podía visitar. 

Alalia, los perros Focenses la habían defendido contra el ataque cartaginés, sí, pero a tan alto precio que más les habría valido a todos que la hubieran perdido dignamente.

- Mi señor, nuestros aliados, ... ha habido una gran batalla naval, me temo que... -

- No, no me molestéis ahora. Os lo ruego. Mañana convocaré al consejo y tomaré las decisiones oportunas.-

Argantonio, permaneció todavía una hora más observando, intrigado y fascinado al mismo tiempo, cada insignificante detalle, cada matiz, cada cambio de color que se producía en el cielo. Se sonreía ante la futilidad de tratar de archivar aquella imagen como un recuerdo única e inolvidable, un esfuerzo tan vano tratar de captar en un lienzo la imposible atmósfera cambiante. 

El faro que se erguía todavía orgulloso al otro lado del canal entre las ruinas del ancestral templo de Baal Hammon, se iluminó repentinamente con una gran llamarada. No había ninguna prisa, cada segundo importaba porque era el último, cada soplo de brisa sobre su pelo le empujaría un poco más en la dirección que el quería, hacia aquel mar salvaje, poderoso, indomable e interminable que tantas de sus naves había engullido. Aquella misma noche emprendería el viaje, había llegado su turno. Se enjuagó las lágrimas, suspiró, se mesó la larguísima barba y se levantó.



viernes, 24 de septiembre de 2021

Madre anoche en las trincheras

 La parte de su fusil que tocaba su cara le hacía sentir como sí su mandíbula estuviese adormecida por el frio y eso que entre su piel y el acero había un trozo de lana. El olor penetrante a grasa, acero y pólvora propio de las armas de fuego, le resultaba agradable.

Estaba sentado sobre una caja de munición vacía cerca de la lumbre que chisporroteaba y dibujaba sombras y luces en la trinchera, mirando al puchero a ver si hervía de una vez para poder tomar otro tazón de eso a lo que todos llamaban café. Su mirada a cada instante se nublaba por las lágrimas que le producía el frio. 

Esa noche todo estaba tranquilo, alguna bala perdida a la que ni se le prestaba atención, amenizada por las coplas flamencas y desgarradas del "Cabrero", ...todas hablaban del duro trabajo en el campo, del poder y la justicia, del amor por encima de lo material. Recordaba, Pedro, cuando aquel miembro de la Compañía Lincoln les decía en un español primario: "Esa musico,....está parecida a sing, of grandmother"... gracias a George, un inglés, que actuaba de traductor, que les explicó que Washington, se refería a unas canciones que contaban historias de esclavos y que se conocía como Blues, curiosa analogía, pensó Pedro, aunque su decepción de todo, no le invito a compartir su pensamiento con aquel chico "moreno" que enterraron a la orilla del Jarama...

Con la mano entumecida por el frio, se abrió el bolsillo de la chaqueta y sacó, el papel apergaminado, que por la mañana había recogido junto con los objetos personales de Manuel. Que no había muerto ni por una bayoneta, ni por una granada...ni siquiera por una bala perdida...Manuel se había muerto de frio...su gesto recordaba al de un pajarito dormido. Manuel había estado junto a él, desde los comienzos de esta maldita guerra, eran amigos desde pequeños y conocía perfectamente a sus padres, la señora Otilia y el señor Doroteo que tenían una panadería al lado de la lechería y Manuel siempre compartía su merienda con él. 

El viento aullaba bramidos que llenaban la trinchera de nieve y que incluso le cubrían a él de trocitos de escarcha que acababan deshaciéndose y convirtiéndose en gotas de agua al contacto de su ropa.

Por enésima vez ese día, volvía a releer esa carta destinada a los padres de Manuel, la carta que el día antes de morir su amigo, les había escrito, como siempre, contándoles lo bien que comían, que aunque en este dichoso Teruel hacía mucho frio, que ellos estaban bien, tenían ropa de abrigo y leña y que tampoco era para tanto...a todo se hace uno...que tuviesen esperanza, que las potencias europeas estaban a punto de intervenir, que era cuestión de tiempo que se volviesen a ver y que acabase esta maldita guerra...mentiras piadosas, que sin duda Manuel pensaba que a su madre le ayudarían a estar mejor...

En este punto Pedro, tuvo que parar de leer y limpiarse los ojos de lágrimas, cuando después de frotarse los ojos cogió el tazón que le ofrecía Juan Matías, que mirándole a los ojos endurecía el gesto y no dijo nada.

El primer sorbo debería de haberle hecho rechazar aquel caldo oscuro, pero tenía los labios tan insensibles que solo sintió el calor cuando ya el "café" estaba en su boca, sintió como se le abrasaba la garganta, pero la sensación de calor era tan placentera que siguió bebiendo a sorbos de gorrión...tratando de disfrutar la sensación confortable que notó que le ascendía el ánimo...

Una vez ingirió como un tercio de su tazón se reclino hacia atrás apoyando la "chepa" en el talud de la trinchera quedando su cabeza como inerte...fue cuando se trasladó a la verbena de San juan de 1.936, en la que se hicieron novios, que guapa estaba con su vestido de lunares...esa noche en la que bailando con la orquesta, prometieron no olvidarse,...no saber nada de ella, desde que empezó todo esto, le atormentaba, la idea de que ella pudiera estar sintiendo frio, pasando hambre...o que hubiese quedado debajo de los escombros de algún bombardeo...le producía una sensación de rabia que ya había logrado controlar...aunque fuese como una gota de hierro fundido goteando sobre su pie descalzo.

De repente, se sorprendió mirando a las estrellas que, aunque la luna llena aplacaba su brillo se notaba el fulgor que emitían por el efecto del frio...busco su estrella, la que esa noche se prometieron y se dieron como su lugar común, el sitio donde siempre que la mirasen estarían los dos, en otro mundo...pero a su lado...

La visión de la luna llena le trajo a su memoria el dicho de Suso: " La nieve de la luna de octubre, siete lunas cubren"...sentido que no comprendió hasta que comprobó por sí mismo que fuera de Madrid y hacia el norte, nieva y nieva más de una vez al mes y que siempre coinciden temporales con la luna llena. Suso era un soriano que llevaba desde que empezó la guerra sin ir por su pueblo, que había quedado en la otra zona. Era primario y franco en sus expresiones, fiel y buen amigo, siempre compartía el tabaco o lo que fuese capaz de cazar, era un experto tirador, ya que en su pueblo salir a tirarle a un ciervo o a un corzo en las tierras del marqués, era casi una obligación.

El ya no pensaba en ganar esta guerra, solo quería que terminase y si ganaban ellos, marcharse lejos, a Estados Unidos por lo menos, lejos, muy lejos...de esta tierra sin perdón, que como les leía el maestro en la escuela, decía Antonio Machado: " ..., por donde cruza errante, la sombra de Caín". 

Ya ni siquiera tenía claro que Francia e Inglaterra fuesen a intervenir, hacía tiempo que se habían puesto de perfil para no ofender a Hitler y con suerte este les ignorase y les dejase fuera de sus planes...

Un periodista americano borracho como una cuba, hace unas noches en la taberna  lo definió en un correcto español: "Francia  e Inglaterra incluso USA, deberían de preguntarse por quién doblan las campanas..., sin duda las campanas doblan por ellos...son los siguientes..."...este tal Ernest, era por lo visto un conocido escritor en su país pero decepcionado y convencido de que el hombre es malo para el hombre, el creía en el género humano, pero que todo lo estropean las leyes y la codicia que también son muy humanas...quizás este análisis tan simple y que a la vez simplificaba todo a que no había solución, le empujaban a beber hasta caerse desplomado, a no pensar en mañana...

No obstante a Pedro, le gustaba pasar ratos con él, aunque siempre llevaba a su alrededor una cohorte de palmeros, que cantaban, reían, bebían y adulaban al son de los dólares...Pedro, tenía la certeza de que Ernest distinguía el interés sincero sin ningún tipo de motivación material, a Pedro le gustaba escuchar las cada vez más escasas reflexiones filosóficas que el "yanqui" hacia entre trago y copla...la última vez que se vieron, hace cuatro noches se despidieron tambaleándose al son de los vapores del alcohol, abrazándose y prometiéndose asistir juntos a San Fermín, cuando todo esto acabase...y hubiesen ahorcado a los generales...my friend, my brother, fue lo último que escucho de Ernest...después se separaron en direcciones contrarias....a los 10 metros Ernest se giró hacia Pedro...gritando su nombre levantando el puño izquierdo en alto y abrazando a una de las muchachas con el otro...los dos sonrieron se giraron, continuando cada uno en su dirección...

A Pedro se le planteaba un dilema, enviarles o no a los padres de Manuel, su última carta, si lo iba hacer tenía que hacerlo antes de que les llegase la noticia de su muerte, si contarles como había muerto Manuel o dejarlo estar, con el estilo epistolar que recibirían sus padres, atribuyendo a Manuel cualidades sin igual en el fiero combate...Pedro sabía que si los padres de Manuel descubrían  que había muerto congelado, la noticia seria aún más desgarradora, si cabe...

Lo más duro, era lo que relataba Manuel a su madre, hecho que sucedió hacia tres noches y que sin duda perturbó la mente de este y quizás le hizo entrar en estado inerte durante su guardia...y morirse helado. 

Relataba Manuel, que, estando de guardia, hubo una de las múltiples escaramuzas que hacían ellos y los otros, con objeto de hacer escuchas de trinchera a trinchera, fue la noche antes de la nevada, la noche estaba cerrada y no había tanta luz como hoy que se refleja la luna en la nieve y parece que han iluminado la tierra con un color que por un momento hace pensar que nadie quiere matar a nadie, que todo es mentira...que no puede ser...proseguía Manuel, de repente me percate de que había un bulto sospechoso a pocos metros de mí, pedí el santo y seña y cuando el otro se vio acosado, su reacción fue atacarle con la bayoneta calada, en ese momento, Manuel que ya lo tenía encañonado...disparo...la noche se ilumino y con ella el rostro de aquel infeliz...¿sabe madre a quien mate?...era mi amigo José, compañero de la escuela...con quien tanto yo jugué...