lunes, 14 de agosto de 2023

FALACROFOBIA

No me gusta el brillo de mi calva. No me gustan las perlas de sudor que florecen cuando camino rápido o cuando el sol impacta sobre la desprotegida, fina, delicada y blanca superficie de piel que cubre mi cráneo abrasándola inclementemente.

Mi frente no tiene fin y mi cabeza parece un balón. 

- ¿SERÉ FALACROFÓBICO?- Me preguntaba

- ¿Que?-

Falacrofóbico, si, significa aquel que sufre de un miedo irracional a quedarse calvo, lo leí hace poco en un artículo mientras curioseaba en internet, aunque falacrofóbico también es la palabra que define a aquellos que odian a los calvos, aquellos que evitan cruzarse con ellos, también de forma irracional, claro.

¿Qué puede haber de racional en tener fobia a los calvos?.

También lo llaman "Peladofobia", aunque suena mucho peor, es el "Miedo irracional y enfermizo a los calvos", o eso al, menos dice la RAE. Enfermizo, si, por extremo que parezca, pero eso dice la Real Academia.

¿De verdad hay alguien que pueda odiarnos por el mero hecho de no tener pelo?, ¡Pero si nosotros no tenemos la culpa!. Claro que no es la única fobia rara que existe, ¿Qué sentido tiene la gerontofobia o la Pogonofobia?. Las fobias no tienen sentido, se padecen sin más.

No creo haberme cruzado nunca con uno de ellos, con un falacrofóbico quiero decir. Una palabra tan desconocida que ni siquiera los editores de texto la reconocen. Supongo que de haberlo hecho, habría sido cosciente del hecho porque me habría pegado o insultado.

Supongo que cuando nos ven, se esconden, se ocultan detrás de las farolas o se escabullen con agilidad dentro de algún callejón oscuro para evitar cruzarse con nosotros. Si los falacrofóbicos existen, para nosotros los calvos, no son muy diferentes de los unicornios, los duendes o las hadas, seres de leyenda o mitológicos con los que difícilmente nos vamos a tropezar a menos que hayas consumido suficientes alucinógenos. 

¿Pero que les hemos hecho nosotros a ellos? Bastante tenemos con sobrellevar lo nuestro. Absurdo y demencial, si, pero por lo que parece también muy real. Los peladofóbicos existen, y pudiera ser que no siempre se mostraran huidizos o timoratos. Y si también los hubiera que nos odiaran tanto que fueran capaces de vencer su terror para poder poner fin a nuestra existencia, eliminarnos de su camino y poder transitar sin temor por las calles sin sobresaltarse y tener que huir al encontrarse con alguno de nosotros. Es ahí donde comienza y termina mi historia.

Era un día soleado de abril, el sol brillaba y achicharraba calvas porque no hacía el suficiente calor como para notar el impacto de sus rayos en ella y no invitaba a cubrirlas, pero lo cierto es que es en esos días cuando uno más se quema el cartón. ¿Reconocerían los peladofóbicos a un alopécico si llevara la cabeza cubierta? ¿o solo se desataría su asco u horror si nos descubrieramos cortésmente para saludarles? Estas preguntas y otras similares acudieron una y otra vez a mi cabeza el tiempo que tuve que permanecer encerrado.  

Caminaba paso ligero, como siempre lo hago, esquivando transeúntes como si hiciera eslalon por la avenida que estaba atiborrada de gente. Tenía ganas de llegar a casa, había sido un día largo y complicado en el trabajo. Esperando a que un semáforo se pusiera en verde para cruzar oí un silbido que parecía proceder de un callejón cercano y oscuro. El silbido se volvió a repetir seguido de un:

"¡Eh!, tú"

Miré de reojo sin girar la cabeza. En las grandes ciudades hemos aprendido a no responder a este tipo de llamadas furtivas que suelen acabar en alguien pidiéndote dinero o en tener que dar indicaciones a turistas que no suelen entender nada. Lo que no esperaba es que quienquiera que fuera el individuo que se ocultaba en las sombras supiera mi nombre. O individua, mejor dicho,  porque la voz era de mujer.

Ahora si que estaba intrigado de verdad, abandoné a la muchedumbre que se agolpaba en el borde de la acera esperando a cruzar para dirigirme hacía la voz.

-Por aquí, por favor.-

Como si fuera arrastrado por un canto de sirena me adentré en la penumbra con los ojos muy abiertos tratando de discernir quien demonios me estaba llamando.

- ¿Pero quien ...?

Y no recuerdo más, la propia sirena, algún tritón o algún secuaz suyo debió de propinarme un fuerte porrazo en la cabeza que me derribó al instante. La cabeza me dolía terriblemente, estaba tumbado en un suelo tan frío como un iceberg y un penetrante olor a humedad y moho atenazaba mis fosas nasales.

Me incorporé lentamente y con dificultad, y me detuve cuando todavía estaba de rodillas. Había alguien más en aquella habitación o lo que quiera que fuera el lugar donde me encontraba. La oscuridad era impenetrable pero podía oir claramente la respiración y ruiditos de varias personas a mi alrededor. Me puse en pie y comencé a tantear a mi alrededor. Rápidamente topé con el faldón de una chaqueta que parecía de traje, el individuo que la vestía dió un respingo y emitió un corto:

 -Ah- 

Agarré una corbata que ascendí hasta llegar al cuello de la chaqueta y seguí palpando la  cabeza a la que daba paso hasta llegar a la coronilla, no había pelo en ella. 

-Eh, oiga, usted ¿que hacemos aquí?-

- Maldita sea, y yo que sé. Llevo aquí un día entero creo.-

Mi otra mano topó con el hombro de otra figura en camiseta, mis dedos tocaron una nariz grande, un ojo y después, más arriba otra calvorota.

- ¿Quiere usted hacer el favor de dejar de sobarme?- dijo el propietario del ojo.

-¿Pero que es esto? - me pregunté, -¿es que está esto lleno de calvos?- Pregunté a la oscuridad 

- Y calvas-  Dijo una voz de mujer

De repente un ruido ensordecedor llenó el habitáculo en el que nos encontráramos, un sonido poderoso  que me resultaba muy familiar. Era una sirena de barco, de un barco grande.

El recinto se tambaleó suavemente y todo pareció ponerse en movimiento. El temblor no fue gran cosa pero lo justo para que perdiera el equilibrio y tuviera que apoyarme en la pared más cercana. Era de metal, fabricado en una tosca chapa ranurada en vertical. ¿Estábamos en un contenedor? 

-Maldita sea, ¿pero que...?-

Un segundo bocinazo casi no me dejó escuchar la conversación de dos marineros que pasaban junto al contenedor pero pude oir lo suficientepara darme cuenta de que mi vida iba a dar un giro inesperado e irremediable. Los pelos, de la nuca, se me pusieron de punta cuando de entre la verborrea árabe que intercambiaban oí de forma clara e inequívoca la palabra "Estambul".





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