Enío la creadora, y también la
destructora, estaba cansada de tener que encender y apagar estrellas como si
fueran luces de un árbol de Navidad. Experimentaba con su brillo, temperatura y
proyecciones de partículas porque necesitaba lograr la combinación perfecta de
todos aquellos elementos para poder generar vida y las apagaba sin miramientos
cuando no lograba el resultado esperado.
También estaba aburrida de hacer colisionar meteoritos errantes jugando a formar planetas nuevos. No habían sido pocas las ocasiones en las que tuvo que dejar que galaxias enteras fueran engullidas por agujeros negros para tener que volver a empezar a pintar sobre el lienzo en blanco desde el principio. Estaba más que harta porque nada le salía bien, al menos nada que encajase en sus exigentes estándares de calidad. No hacía más que crear chapuzas, chapuzas y más chapuzas.
Llevaba eones encargándose de todo ella sola sin ninguna ayuda y ya empezaba a estar un poco hastiada. ¿Para que todo aquello? ¿Qué sentido tenía?
La cuestión que con diferencia más pereza le costaba abordar era la de crear inteligencia. Sin duda se trataba de la creación más exigente y complicada que, aunque también presumiblemente debiera de resultar la más satisfactoria, a posteriori siempre le generaba muchos problemas. Un planeta con vida inteligente le daba más quebraderos de cabeza que cualquier otra galaxia estéril, por eso había fabricado tan pocos. La vida abundaba entre sus múltiples obras pero la inteligencia era más bien escasa. ¡Ay! Si al menos hubiera podido terminar alguno de sus más prometedores proyectos…
En Solaria, por ejemplo, todo había ido bien hasta que el enlace gravitatorio que mantenía el equilibrio entre el agujero negro que debía compensar la inmensa fuerza gravitatoria de la gigante roja que les daba vida y alimentaba de energía, se había vuelto inestable y había engullido el planeta entero.
Los inteligentes, bondadosos y creativos Solarianos, eran seres ardientes, espectaculares por la noche cuando paseaban por las calles de sus preciosas ciudades de cristal de cuarzo. Su piel se encontraba en combustión y renovación permanente. Una creación espectacular, un reto del que se sentía orgullosa, todo en Solaria lo era, precioso, sí, pero también inestable. Todo en aquel remoto sistema solar, incluidos sus habitantes, se encontraban sentados sobre una bomba de relojería. Era un fastidio, pero invariablemente, todas sus más bellas creaciones siempre lo estaban. Las más torpes y feas sin embargo, eran resistentes a casi cualquier desastre.
Enío tuvo que taparse los oídos para no oír los miles de millones de gritos de terror que sus llameantes bocas emitieron cuando el planeta de Granito en cuestión de segundos, comenzó a deformarse primero y a desplazarse a toda velocidad atraído por la monstruosa gravedad de aquella negrura para desaparecer para siempre. Todo aquello había ocurrido en tan solo un instante, durante un lamentable momento de despiste mientras atendía una emergencia en la Tierra. La Tierra, la dichosa Tierra, aquella a la que ya estaba empezando a amar y odiar a partes iguales. Una y otra vez requería su atención, especialmente cuando los indeseados seres humanos aparecieron espontáneamente como moho en un cuidado y exquisito queso.
Enío había tenido que abortar varias veces la evolución de algunas otras especies en las que había puesto mucha ilusión y esfuerzo, pero que no terminaban de evolucionar como esperaba. No es que buscase la creación de un ser perfecto ni mucho menos, la experiencia le había enseñado que era mucho mejor no empeñarse en lograr la excelencia sino conformarse con alguna creación mediocre e imperfecta, quizás no muy inteligente pero que al menos fuese estable y duradera.
Los primeros proyectos fallidos habían tenido que ser abortados abruptamente haciendo explotar volcanes gigantes o estrellando en el planeta meteoritos de decenas de kilómetros de diámetro. Los dinosaurios por ejemplo, fueron un fracaso absoluto. Pensó que los reptiles eran una buena opción para forjar una raza con la que llegar a comunicarse pero pronto se percató de que le llevaría demasiado tiempo y paciencia lograr que pensaran. No quiso esperar a ver los resultados, los destruyó inmisericorde y prematuramente como buen creador.
Conseguir que una especie empezara a utilizar objetos, hablar, pensar, etc., cimientos mínimos para construir una inteligencia decente, requería una dedicación exclusiva de al menos un par de millones de años y desatender lógicamente otras obligaciones, con el riesgo consiguiente que ya había experimentado en sus propias carnes.
Concretamente en la Tierra, mientras perfeccionaba sus logros con aquellas lagartos y observaba ensimismado como ya caminaban sobre sus patas traseras, el desarrollo evolutivo del resto de animales se le había ido de las manos. Algunos habían alcanzando tamaños absurdamente increíbles, otros habían aprendido a volar, las escamas de otros se habían transformado en pelo y sangre caliente convirtiéndose en mamíferos y vivíparos, que parían en lugar de poner huevos y otros, los más agresivos habían abandonado el pacífico sendero herbívoro y habían empezado a devorar a cualquier cosa que se cruzase en su camino. Ni las cuatro glaciaciones consecutivas, que también le habían pillado por sorpresa, habían conseguido detener a aquellos seres que habían empezado a pensar y a organizarse sin su permiso.
Observó a los humanos durante un tiempo con la esperanza de que la combinación de azar y su despiste hubieran dado lugar a la especie que ansiaba diseñar, pero no, es cierto que Enío buscaba mediocridad, pero vaya, aquello era demasiado. Aunque ciertamente vulgar y defectuoso, aquellas cosas estaban a años luz de su objetivo. Había establecido contacto y había llegado hasta a comunicarse con ellos desde casi desde los albores de su existencia. Se había revelado a ellos de las formas más variopintas, con demostraciones de todo tipo tratando de redirigirles hacia prácticas más sensatas y alejarles de la anarquía devastadora y autodestructiva a la que parecían encaminarse pero a través de ellas descubrió que aquella raza parasita e indeseada no era más que un cúmulo de egocentrismo e individualismo que no tenía la más mínima intención de virar el timón. Pasado un tiempo la comunicación se interrumpió. Tendría que acabar pronto con aquella plaga que ya había empezado a devastar su propio planeta con voracidad.
Mientras trataba de localizar un asteroide de las dimensiones suficientes, Enío se dio cuenta de que los terrícolas habían empezando a abandonar su atmosfera y gravedad y comenzado a colonizar otros planetas cercanos de su sistema solar. ¿Sería posible?. Tomó una decisión, haría crecer el sol para que los engullera, sí, eso sería lo más rápido. Prefería no tener que destruir la Tierra pero quizás fuera lo más sensato dadas las circunstancias, tenía que asegurarse de que no quedaba títere con cabeza.
Enío empezó a ponerse nerviosa. ¿Cómo se convertía una enana amarilla en una gigante roja? Tendría que repasar el manual... pero espera,... un momento, juraría que no había creado vida en Alfa Centauri y sin embargo le llegaban señales de aquel sistema solar. La plaga se estaba esparciendo por el universo, habían saltado primero de planeta en planeta agotándolos como vetas de oro y ahora saltaban de estrella en estrella como saltamontes hambrientos. Maldita sea, el tiempo pasaba volando, había que actuar ya.
Trató de comunicarse con los humanos de nuevo, hacía milenios que no lo hacía. Nada, silencio. No había nadie al otro lado del auricular. Enío frunció el ceño, tenía que acabar inmediatamente con aquella farsa. Se apróximó a la Tierra a toda velocidad decidida a activar el supervolcán que se encontraba bajo Yosemite, la destrucción no sería total pero al menos frenaría aquella locura por un tiempo hasta que pudiera tomar medidas más drásticas. Conforme se aproximaba a ella, un mal presentimiento comenzó a apoderarse de ella, algo no marchaba bien. La Tierra estaba desierta, agostada, marchita, yerma como un paisaje lunar. Ensimismada como estaba con aquella visión tan inesperada como dantesca, Enío no se apercibió de que algo se aproximaba por su espalda con sombrío sigilo. Se giró bruscamente para darse de bruces con algo que no esperaba.
- Hola Enío.-
- Demonios.-
- Si, digamos que podrías llamarme así.-
Frente a Enío se encontraba otra creadora, sabía que no era la única, había más universos más allá de los confines del suyo propio, detrás de la esfera de rayos infrarojos del Big Bang, claro, lo sabía todo el mundo, pero no era normal que coexistiesen dos creadores en el mismo Espacio, era incongruente y paradójico, simplemente no podía ser, pero allí estaba.
- Pero ¿Cómo?, es imposible.-
- Debería de serlo Enío, y técnicamente lo es, en breve pondremos solución a eso, pero ya ves que no lo ha sido para los humanos, querida. Ahora ya son capaces de todo. Dejados de la mano de Dios como han estado, y nunca mejor dicho jeje, decidieron hace tiempo crear a su propio creador, y ... no sin poco esfuerzo todo hay que decirlo, aquí está el resultado. Yo.-
La creación humana sonrió con cruel mezquindad.
- ¡Inconcebible! Seres incompletos,
mezquinos y anormales como son, no pueden ser capaces de...-
- Si, claro, lo que tu digas.-
Enío fue apagada como una vela sumergida en agua. En tan solo un instante su voz formaba ya solo un efímero recuerdo del pasado. La nueva creadora, paradigma del narcisismo humano, se puso sin dilación manos a la obra. Hizo crecer el Sol sin apenas esfuerzo hasta hacer volatilizar aquella pequeña negra roca contaminada en la que se había convertido la Tierra, antaño majestuosa, azul y brillante perla. Era momento de cerrar capitulo, hacer olvidar a sus creadores su indeseado e ilegitimo origen y poner miras en nuevos y más ambiciosos horizontes. Pronto, aquel pequeño Universo en el que habían nacido sin ser invitados y que ya habían empezado a colonizar y piratear sin miramientos, se les quedaría pequeño y sin tiempo que perder tendrían que abordar Cosmos vecinos y por supuesto, exterminar a sus respectivos creadores.