domingo, 3 de octubre de 2021

EL REY DE TARTESSOS

De sus más preciadas posesiones, Gadir era sin duda la más bella de todas. Quizás fuese aquella la última oportunidad que tuviera para contemplar una de aquellas sobrecogedoras puestas de sol que siempre le dejaban sin respiración. 

Desde aquella pequeña y coqueta caleta, ubicada al oeste de la isla de Eritea, podía escrutar el interminable e indómito océano que se extendía como una alfombra erizada por tornadizos borregos blancos hacia el oeste. Allí, cómodamente sentado entre las columnas del templo de Astarte, daba rienda suelta a su cada vez más marchita imaginación tratando de adivinar que podría esconder el horizonte. 

El Titán Helios, como lo llamaban sus camaradas griegos, parecía no querer esconderse nunca. Se resistía a ser engullido por aquel mar embravecido para dar paso a la noche, enrojeciendo el cielo como nunca había visto en ninguna otra parte de su reino. Su luz penetraba a través de sus pobladas cejas blancas en sus retinas tatuando en su mente una llamada imperiosa que le invitaba inexorablemente a navegar en su pos.

Estaba muy cansado, devastado por dentro, casi deseaba que aquella noche fuera por fin ya la última y no tener que despertar para enfrentarse de nuevo al sinfín de decisiones que día a día debía de tomar. Despreciaba el momento en el que sus consejeros se arremolinaban a su alrededor nada más traspasar el umbral de las puertas de palacio al regresar de alguno de sus viajes. Los tiempos andaban muy revueltos últimamente y todas las noticias que venían del este, de allende los mares, no auguraban nada bueno. La apuesta de Tartessos de financiar a los focenses había sido atrevida y temeraria, puede que hasta ciertamente estúpida teniendo en cuenta que los asentamientos cartagineses en la península habían echado unas raíces tan profundas como las minas de plata que ellos mismos excavaban por doquier.

Alalia, precisamente el epitafio que necesitaba. 

A su espalda, iluminados por aquel resplandor ardiente y anaranjado, como proyectado en el cielo por una ciudad en llamas, el recién llegado mensajero provocaba el caos entre sus acompañantes que vociferaban sin parar desintegrando aquel precioso momento. 

Cerró los ojos. 

Sabía que el fin del mundo no se encontraba al oeste, mas allá de aquella lejana línea del horizonte que tenía ante sí, sino que avanzaba como un abrumador rodillo desde las colonias púnicas de la costa de levante de sus dominios a las que hacía ya años no podía visitar. 

Alalia, los perros Focenses la habían defendido contra el ataque cartaginés, sí, pero a tan alto precio que más les habría valido a todos que la hubieran perdido dignamente.

- Mi señor, nuestros aliados, ... ha habido una gran batalla naval, me temo que... -

- No, no me molestéis ahora. Os lo ruego. Mañana convocaré al consejo y tomaré las decisiones oportunas.-

Argantonio, permaneció todavía una hora más observando, intrigado y fascinado al mismo tiempo, cada insignificante detalle, cada matiz, cada cambio de color que se producía en el cielo. Se sonreía ante la futilidad de tratar de archivar aquella imagen como un recuerdo única e inolvidable, un esfuerzo tan vano tratar de captar en un lienzo la imposible atmósfera cambiante. 

El faro que se erguía todavía orgulloso al otro lado del canal entre las ruinas del ancestral templo de Baal Hammon, se iluminó repentinamente con una gran llamarada. No había ninguna prisa, cada segundo importaba porque era el último, cada soplo de brisa sobre su pelo le empujaría un poco más en la dirección que el quería, hacia aquel mar salvaje, poderoso, indomable e interminable que tantas de sus naves había engullido. Aquella misma noche emprendería el viaje, había llegado su turno. Se enjuagó las lágrimas, suspiró, se mesó la larguísima barba y se levantó.