Por el día el faro no daba tanto miedo, resultaba incluso fascinante, quizás algo salvaje e indómito pero cautivador al mismo tiempo. Alto, deslumbrante e imponente cuando el sol brillaba. A pesar del constante rugir del viento y de las olas, la torre refulgía con esplendor bajo el cielo azul intenso del mar del norte y su majestuosa linterna se erguía orgullosa sobre ella como oteando el horizonte en busca de barcos perdidos.
Por la noche, sin embargo, aquella esbeltez y hermosura se tornaba en una forma amenazante y siniestra que parecía inclinarse sobre cualquiera que transitara por su base con intención de aplastarlo. Obstinado e insensato, se empeñaba en apagarse de manera inesperada, en especial las noches de niebla y mal tiempo, provocando trágicamente la colisión de los desafortunados buques que navegaban por la zona.
El farero llevaba toda su vida en el islote, al menos eso era lo que él pensaba. No recordaba cuando había desembarcado allí por primera vez. ¿Acaso había venido cuando era un muchacho? ¿había nacido allí?. Tenía la sensación de que era tan viejo como el mismo faro. El hombre tenía la cara surcada por profundas arrugas, llevaba un gorro ajado, la ropa hecha jirones, y el poco pelo que le quedaba, estaba sucio y caía en desordenadas madejas amarillentas sobre sus hombros.
En aquella roca también habitaban las almas de los naufragados, marineros sobre todo, pero también pasajeros y algunos soldados. Era como un pequeño Babel donde se escuchaban idiomas procedentes de todo el mundo. Estaban por todos lados, formaban corrillos pequeños pero también grandes, se agrupaban por nacionalidades y clases sociales y pasaban las largas noches de invierno hablando de sus cosas y cantando.
El vigilante podía ver a los involuntarios habitantes, podía hablar con ellos, aunque no quería, a decir verdad, aquella multitud le exasperaba un poco. Llevaba todo aquel tiempo allí en el faro precisamente porque quería estar solo, pero la isla no hacía más que llenarse de espíritus. No había rincón, cueva o saliente en el que no hubiera algún grupo de ectoplasmas sentado discutiendo. En ocasiones, las conversaciones se tornaban agresivas y los contrincantes se sacudían indoloros puñetazos que atizaban los incorporeos rostros de los que los recibían. Era rídiculo y exasperante al mismo tiempo.
No todos los espíritus se quedaban allí, algunos se marchaban en los barcos que hacían escala para reponer agua o traer provisiones al farero. Aquello resultaba un pequeño alivio, porque aquellas esporádicas visitas hacían que la población eterea de la isla disminuyera circunstancialmente, pero como al faro aquello no le gustaba, rápidamente ponía remedio provocando otro aparatoso y mortal naufragio.
Una heladora noche de abril se desencadenó una violenta tormenta, una tormenta eléctrica que descargó rayos por doquier. Hasta los fantasmas alzaron miradas temerosas al cielo sobrecogidos por la virulencia del fenómeno. Fué entonces cuando un rayo enorme impactó de lleno en la cúpula del faro provocando un crujido estrepitoso que se se habría oido en millas a la redonda de haber habido algún alma con vida para escucharlo, aunque espera, si que lo había...
El farero lo oyó, sí, y también lo vió, fue testigo de como aquella brutal descarga eléctrica partía la antiquisima torre de piedra por la mitad como si de un hacha partiendo un tronco se tratara. Al farero se le partió también el corazón, no porque apreciara a su cruel e insensible compañero, sino porque aquello probablemente significaba el final de su carrera, la razón de ser de su estancia en aquel desolado y remoto lugar se había partido en dos. Era evidente para él, que las autoridades maritimas no lo reconstruirian, preferirían desviar las rutas navieras antes que gastar un céntimo en volver a poner a punto aquel viejo mausoleo. Era el fin, pensó mientras contemplaba inerme bajo la lluvia las ruinas chamuscadas y todavía humeantes.
Una mano ectoplásmica azul y ligeramente brillante se posó en su hombro. El farero dió un respingo, era la primera vez que le tocaban.
- Je suis desolé-
Dijo un timonel francés, que llevaba al menos una década por allí, a su oído con evidente desconsuelo. El resto de fantasmas, que se había aglomerado alrededor del farero para ver el espéctaculo, se unieron a él poco a poco y formando una interminable fila le presentaron uno a uno con respeto sus respectivas condolencias como si de un funeral se tratase.