“Es
de fuego, es de fuego/
el
contacto de tus cuerdas y mis dedos…”
Así
empezaba la canción. Do, sol, la menor y fa, una y otra vez, repetidos hasta la
saciedad, tanto en las estrofas como en el estribillo. Sonia llegó con la
propuesta una noche de ensayo, había recordado aquella canción conduciendo
hasta el local, no sabía por qué, si hacía siglos que no la escuchaba, pero se
le había aparecido y por alguna misteriosa razón, ella, que tenía problemas en
recordar si había cerrado o no con llave el coche y con frecuencia tenía que
volver a comprobarlo, había sido capaz de cantarla palabra tras palabra, sin
errar una sola. Fue, con diferencia, la canción que menos les costó aprenderse
al grupo. En el camino de vuelta a casa, Sonia, con la cabeza aún temblando con
la potencia de los amplificadores y de la batería, con el dulce subidón de las
cervezas y el ensayo, sonreía al pensar lo joven que era cuando la escuchó por
primera vez, lo prometedor y sugerente que era todo en aquella Salamanca a la
que fue a estudiar enfermería, y pensó en qué habría sido de él, si seguiría
casado o tendría algún hijo más, pensó qué habría sido de mí, de nosotros, si
no le hubiera conocido tan joven, si no hubiera tenido tanto que vivir antes de
sentir esta certeza que siento ahora de que lo más importante es que haya
alguien que te espere cuando vuelvas a casa.
En
el siguiente ensayo fue cuando empezaron a ocurrir cosas extrañas. Llevaban
meses preparando un concierto que darían a la semana siguiente, y había ya doce
canciones que se sabían al dedillo, y que ensayaban de corrido, como simulando
lo que sería la noche del concierto, pero en la sesión anterior las cosas
habían ido también con “Tocaré”, que decidieron intentar incorporarla. Empezó
la guitarra eléctrica de Chloe, y después entró la batería de Nico, pero la
atmósfera se cargó definitivamente cuando Sonia empezó a cantar: Sonia, que por
lo habitual se mantenía bastante hierática entorno al micrófono (Nico la
llamaba cariñosamente insecto-palo), empezó a contonear el cuerpo de forma
rítmica, moviendo las caderas arriba y abajo al ritmo del bajo de Edu, y pasándose
la mano por la cara y su largo pelo de una forma en que ninguno le había visto
hacerlo antes. Edu, que nunca se había sentido atraído por ella, estaba
hipnotizado por el vaivén del culo de Sonia, y más de una vez tocó la nota
equivocada, aunque nadie pareció notarlo. Quizás porque Nico lo que no podía
dejar de mirar era cómo los pechos de Chloe se movían descontrolados bajo la
camiseta, al ritmo de los acordes de una guitarra que despedía rayos y
centellas, y aporreaba la batería con una furia y una pasión que su novia hacía
siglos que no veía en su cama. Chloe, a su vez, a pesar de estar felizmente
casada y tener ya una niña, no podía apartar la vista del paquete de Edu y de
ese bulto sospechoso que parecía hacerse más y más grande según avanzaba la
canción. La que no parecía mirar a nadie, más que nada porque durante toda la
canción tuvo los ojos cerrados, fue Sonia, aunque puede que su cabeza estuviera
recordando una noche en Salamanca de hace muchos años. Cuando acabó la canción,
mantuvieron la vista baja durante unos segundos, avergonzados por el
insoportable grado de excitación que habían vivido todos. En silencio,
recogieron los bártulos y todos asintieron cuando Sonia musitó que creía que
debían atreverse a tocarla en el concierto, a pesar de lo poco que la habían
ensayado.
Llegaron
con tiempo de sobra para hacer la prueba de sonido. La sala no era otra cosa
que un bar acondicionado para dar conciertos, por lo que cuando llegó el momento
de empezar, había al menos unas sesenta personas, entre amigos y habituales del
bar. Empezaron con la parte más trabajada de su repertorio, su lista de doce
canciones que tocaron en riguroso orden, con Sonia aferrada al micro como una
lapa, completamente inmóvil. El concierto transcurría de una forma correcta e
irreprochable, sin grandes alardes pero sin fallos, de forma que los
parroquianos del bar, a quienes en principio el concierto ni les iba ni les
venía, aguantaron las doce canciones acodados en la barra, sin aplaudir pero
sin protestar.
Entonces
llegó la decimotercera canción. Sonia se giró por primera vez en todo el
concierto hacia sus compañeros, sonrió levemente y le hizo un gesto con la mano
a Chloe para que contuviera aún los acordes del comienzo de la canción. Empezó
a cantar a capella:
“Es
de fuego, es de fuego/
el
contacto de tus cuerdas y mis dedos”
El
murmullo de fondo que hay en todos los conciertos paró casi de inmediato.
“Fue
difícil, pasó el tiempo/
metal,
madera/
se
ensartan en mi cuerpo…”
Sonia
hizo un gesto a Chloe, que comenzó a acariciar los acordes de guitarra,
anhelando con excitación el momento en que Edu entrara con el bajo, y acordes y
ritmo se fusionaran en uno, y a ella le estallara todo por dentro y el deseo se
le hiciera carne viva, y todo esto confiando en que su marido, que había ido a
verla, no notara nada. Edu milagrosamente fue capaz de entrar al mismo tiempo
que Sonia, porque a pesar de que él en lo único que podía pensar era en abalanzarse
sobre Sonia y desnudarla allí mismo, las manos se deslizaban como autómatas por
los trastes, sabiendo donde tenían que ir en cada momento, como lo hubiesen
sabido si hubieran tenido acceso al cuerpo de Sonia en ese instante. Los
miembros del grupo estaban reviviendo la experiencia del último ensayo, pero
potenciada por la adrenalina de tocar en
directo y por la actuación desbordante de Sonia, que estaba fuera de sí, vocal
y gestualmente. Si alguno de ellos hubiera estado en condiciones de prestar
atención a lo que pasaba en la sala, se habrían quedado paralizados por la
sorpresa, pero ninguno tenía ojos (ni manos, ni bocas) para nada que no fuera
lo que estaba pasando en el escenario. Mientras, en la sala, como guiados por
la voz de Sonia, todo el público se había ido amontonando junto al escenario,
muy pegados unos a otros, cada vez más pegados, y con cada acorde de Chloe, y
con cada grito desgarrado de Sonia, se apretaban más, conocidos y desconocidos,
mujeres y hombres, frotándose unos contra otros, tocándose con fiereza indisimulada,
salvajes, irremediablemente atraídos unos por otros, olvidados los límites del
pudor…
Cuando
sonó el último acorde de la canción, poco a poco fueron volviendo en sí, varios
pidieron perdón por tener la mano aún ahí, disculpa, no sé cómo ha podido
pasar. Un par se vistieron y al menos otros tres tuvieron que asegurar a sus
parejas que no habían visto lo que habían creído ver. Nadie se atrevió a pedir
un bis, todos desfilaron lentamente hacia la salida, como un ejercito derrotado
huyendo de Sodoma y Gomorra. En el escenario, de nuevo en silencio, recogieron
sus instrumentos y se emplazaron para el próximo ensayo, aunque Sonia sabía
bien que nunca volverían a tocar juntos.
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