domingo, 29 de marzo de 2020

EL REGRESO

Miré por la ventana otra vez, no podía dejar de hacerlo, y más ahora que los días alargaban y el cielo brillaba casi siempre luciendo aquel precioso color azúl, un azúl que era ahora más intenso que nunca debido a que casi no había contaminación.

Ni un ruido, ni un alma, solo el piar de los pájaros y algún ocasional ladrido de perro. Seguí con la mirada, distraído, a aquel repartidor de Glovo que hacía eses con su bicicleta hasta que desapareció al final de la calle. No respetó los semáforos ¿porque iba a hacerlo si ya no circulaban coches?. 

Parecía mentira que lleváramos más de un mes encerrados en casa, pero estaba tranquilo, no me faltaba entretenimiento y además, no me podía quejar, todo me había ido razonablemente bien dadas las circunstancias, sin embargo ahí fuera... las cosas no habían sido así para muchos, ni mucho menos. Aquella maldita plaga estaba haciendo estragos. Muchos habían perdido a algún ser querido o tenían a algún familiar o amigo en cuidados intensivos o en alguno de aquellos improvisados hospitales de campaña que se habían montado en tiempo record.

Hasta el momento, las cifras crecientes de número de víctimas que anunciaban las noticias sin misericordia, nos hacían vivir inmersos en una pesadilla de la que parecía que no podíamos despertar, pero que sin embargo ahora parecía estar llegando a su fín.

Después de que el gobierno intensificara las medidas de confinamiento, el esperado "rebote" estaba empezando a ser tangible. Los contagios habían disminuido drásticamente y las cifras de fallecidos se habían estancado incluso empezando también tímidamente a descender.

Ya recuperaríamos aquella primavera perdida y la disfrutaríamos con intereses durante todas las que estaban por venir. Cada día en la calle, en la montaña, en la playa o un incluso en un bar con amigos, sería a partir de ahora un regalo a exprimir como si fuera nuestro último momento de libertad.

Cerré la ventana y puse la televisión.

- Se procede al desmontaje del hospital de campaña de la feria. Los enfermos dados de alta vuelven a sus casas trasladados en furgonetas. Los sanitarios y fuerzas de seguridad se agolpan para dar la despedida a la caravana que transporta a los numerosos "recuperados" de vuelta por fin a sus hogares. Es una escena conmovedora que ... -

Últimamente daba gusto oír las noticias que daban en la televisión. Algo que no había sido así hasta ahora, pero ahora... llevábamos más de una semana de clara remontada. Estábamos ganando la batalla.

Las bombas de esta guerra traidora y silenciosa me habían caído muy cerca pero no me habían alcanzado. Mi pobre vecina había aparecido sin vida en su casa la semana anterior, nos dimos cuenta de que algo había pasado cuando el repartidor del supermercado avisó a gritos a los vecinos al ver que no abría la puerta. Los padres de un buen amigo mio tampoco pudieron resistir a esta singular invasión ni tampoco la ancianita que vivía justo enfrente mía, una entrañable señora a la que saludaba todas las tardes a las ocho durante los aplausos de apoyo al personal sanitario, que había sido sacada en camilla por el portal de su casa hacía pocos días para ser engullida poco después por la ambulancia que la llevaría a toda velocidad hacía el hospital más cercano.

Habíamos combatido con un enemigo invisible al que por fin ahora estábamos venciendo. El precio a pagar había sido muy alto, pero durante el proceso, o al menos eso quería pensar, también habíamos aprendido algo. Nos había tocado participar en una guerra singular, un conflicto en el que habíamos luchado contra el enemigo de la misma manera en la que se experimentan hoy en día casi todas las cosas, a través de la televisión,  encerrados en casa.

Aquella experiencia nos había hecho convivir más estrechamente con nuestros vecinos, ayudarles, cuidarles y hasta llegar a conocerles en algunos casos. La contaminación de las grandes ciudades había descendido, valorábamos y racionábamos como si fuera caviar los productos mas sencillos, pero al mismo tiempo necesarios, con tal de no tener que salir de casa otra vez a por ellos. Este enclaustramiento  nos había acercado más a nuestros familiares, a los que temíamos perder, y nos hizo poner el centro de atención en esas personas mayores a las que la sociedad actual en general considera una carga y que trata de apartar para que no moleste. Esta batalla que nos había tocado vivir había demostrado a todos aquellos que nos dieron la vida lo que eramos capaces de hacer por ellos. Si, quería pensar que algo habríamos aprendido...

Pasó una semana más y los telediarios dieron por fin la tan esperada noticia. Se anunció a bombo y platillo que se daría por finalizado el confinamiento al día siguiente. A las ocho de la mañana la actividad se restablecería poco a poco en todo el país. Aunque en un principio se mantendrían ciertas restricciones, era indudable que la carrera hacia la normalidad había comenzado.

Aquella noche, la última de aquel extraño y sombrío episodio de nuestras vidas, me volví a asomar a la ventana. Quería respirar aquel aire limpio por última vez, percibir el silencio imponente de las calles normalmente bulliciosas y ruidosas de mi ciudad. Todo aquello iba a cambiar de repente, la normalidad se iba a restaurar en breve, y una vez cicatrizadas las heridas probablemente no tardaríamos mucho en volver al punto en el que lo habíamos dejado todo antes de comenzar este largo paréntesis que había paralizado a un planeta por completo. 

Las farolas iluminaban como de costumbre la calle que estaba completamente desierta. No se oía absolutamente nada. Me resistía a acostarme, llevaba varias horas mirando a la calle cuando las campanadas de una iglesia cercana me hicieron darme cuenta de que eran las doce. Hacía frío y mañana había que teletrabajar otra vez, ya era hora de acostarse, pensé, pero cuando me disponía a cerrar la ventana percibí movimiento allá abajo en una de las aceras. Despacito, pasito a pasito apoyándose en su bastón, dando la vuelta a la esquina, apareció mi difunta vecina. Caminaba dirección a mi portal al ritmo al que la había visto caminar tantas otras veces cuando la adelantaba de camino a casa con la barra de pan debajo del brazo y le murmuraba un apresurado "hola" al sobrepasarla. Me quedé de piedra. Sabía  que había fallecido... La sorpresa fue aun mayor cuando también vi llegar al portal de enfrente a la enjuta anciana a la que se habían llevado apresuradamente en ambulancia días antes. Sin tener claro de donde venían, vi aparecer cada vez a más personas por la calle, parejas, hombres y mujeres solos caminando con la misma decisión con la que se dirige alguien hacia su casa. Casi todos eran personas mayores, pero también había jóvenes y algún que otro niño que corría por un asfalto, tan seguro por aquel entonces como el césped de un jardín. 

Tuve la certeza entonces de que se trataba de las almas que nos habían sido arrebatadas por la plaga y que ahora, aunque fuera solo por unos breves momentos, reclamaban las calles para ellos solos. Volvían a disfrutar en exclusiva por unas horas del espacio que les había sido vetado de forma tan cobarde y para siempre por sus microscopicos asesinos.

Miré a mi alrededor y vi como otros como yo se habían asomado también a las ventanas, terrazas y balcones para ver regresar a sus vecinos y familiares. Las luces de las ventanas se empezaron a encender una tras otra hasta que toda la calle se iluminó casi como si fuera de día. Al final de la calle  se veía despuntar el amanecer, la claridad de aquel cielo anaranjado daba la bienvenida a un planeta que se ponía en marcha de nuevo. 

Un tímido batir de palmas empezó a sonar en un extremo de la manzana, pronto le siguió otro y luego otro más, en cuestión de segundos el silencio que había durado semanas fue roto por el rugir furioso de los aplausos de todos mis vecinos. Los que andaban por la calle, pararon en seco su deambular, miraron perplejos hacía arriba y devolvieron entusiasmados el aplauso dejando que la emoción se hiciera visible en sus ojos en forma de lágrimas.
   



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