jueves, 24 de junio de 2021

Ace

 

A lo mejor no era invencible. Que es verdad que se podía haber dado cuenta antes, porque pistas ya había tenido unas cuantas, pero también es verdad que uno no se entera de las cosas hasta que está preparado para aceptarlas. Además, probablemente, ni siquiera era una conclusión del todo justa, porque cuando uno juega con un hijo, siempre hay cierta tendencia a reprimir el ansia de ganar, a no darlo todo, a ay mecachis, si pensé que llegaba y no he llegado y sonrisita de complacencia de buen padre... Es cierto, también, que no había fallado a propósito como otras veces, porque en cuanto intuyó que algo no iba bien, que el niño metía una pelota a la que antes nunca llegaba, o que subía a la red y voleaba afilado y preciso como un escalpelo, las alarmas del ego se encendieron y empezó a pegarle más fuerte, a ser más agresivo. El pelotazo en el ojo había sido, claramente, mala suerte, que nadie mandaba al niño ponerse tan cerca de la red cuando tenía un mate franco, y en cualquier caso estaba claro, a la vista de los resultados, que el pelotazo no había mermado el rendimiento del muchacho.

Quizás, lo más curioso de todo, era que la noche anterior había soñado con que ganaba Roland Garros. Era un sueño que tenía desde niño, desde que entrenaba en Graveras Sánchez, a las afueras de la ciudad. Llegar, parar, golpear, llegar, parar, golpear, decía Cabrillo, y todos los niños repetían, obedientes y con mayor o menor suerte, la coreografía. Soñar con ganar  Roland Garros con 10 años es bonito, con 15 años es tierno, pero soñarlo con 40 años es otra cosa, no es necesariamente algo triste, pero sí es desde luego algo que se asemeja a haber perdido, o a estar a punto de perder, algo.

El último punto fue un ace, un saque directo. De su hijo. De su hijo de once años. Ya mientras le veía lanzar la pelota al aire, empezó a sentir temblores por todo el cuerpo, una desagradable tiritona que hacía resbalar rítmicamente las gotas de sudor, los músculos entumecidos, el brazo paralizado, incapaz de sujetar la raqueta, extenderla e intentar alcanzar la bola.

Su hijo comenzó a gritar de alegría. Quizás, pensó en un momento de lucidez, me alegre al verle la cara de felicidad por haberme ganado al fin, quizás su alegría compense mi…Qué cojones va a compensar, pensó mientras se dirigía a la red, mírale qué sonrisa de imbécil. Estás bien, papá, le preguntó mientras le abrazaba por encima de la red. Sí sí, mintió él. Mientras guardaba la raqueta, pensó que daría cualquier cosa porque ese mal cuerpo fuera COVID19, y así pudiera evitar tener que ver a nadie en diez días.

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