A lo mejor no era invencible. Que
es verdad que se podía haber dado cuenta antes, porque pistas ya había tenido unas
cuantas, pero también es verdad que uno no se entera de las cosas hasta que
está preparado para aceptarlas. Además, probablemente, ni siquiera era una conclusión
del todo justa, porque cuando uno juega con un hijo, siempre hay cierta tendencia
a reprimir el ansia de ganar, a no darlo todo, a ay mecachis, si pensé que
llegaba y no he llegado y sonrisita de complacencia de buen padre... Es cierto,
también, que no había fallado a propósito como otras veces, porque en cuanto
intuyó que algo no iba bien, que el niño metía una pelota a la que antes nunca
llegaba, o que subía a la red y voleaba afilado y preciso como un escalpelo,
las alarmas del ego se encendieron y empezó a pegarle más fuerte, a ser más
agresivo. El pelotazo en el ojo había sido, claramente, mala suerte, que nadie
mandaba al niño ponerse tan cerca de la red cuando tenía un mate franco, y en
cualquier caso estaba claro, a la vista de los resultados, que el pelotazo no
había mermado el rendimiento del muchacho.
Quizás, lo más curioso de todo,
era que la noche anterior había soñado con que ganaba Roland Garros. Era un
sueño que tenía desde niño, desde que entrenaba en Graveras Sánchez, a las
afueras de la ciudad. Llegar, parar, golpear, llegar, parar, golpear, decía
Cabrillo, y todos los niños repetían, obedientes y con mayor o menor suerte, la
coreografía. Soñar con ganar Roland
Garros con 10 años es bonito, con 15 años es tierno, pero soñarlo con 40 años
es otra cosa, no es necesariamente algo triste, pero sí es desde luego algo que
se asemeja a haber perdido, o a estar a punto de perder, algo.
El último punto fue un ace, un
saque directo. De su hijo. De su hijo de once años. Ya mientras le veía lanzar
la pelota al aire, empezó a sentir temblores por todo el cuerpo, una
desagradable tiritona que hacía resbalar rítmicamente las gotas de sudor, los
músculos entumecidos, el brazo paralizado, incapaz de sujetar la raqueta,
extenderla e intentar alcanzar la bola.
Su hijo comenzó a gritar de
alegría. Quizás, pensó en un momento de lucidez, me alegre al verle la cara de
felicidad por haberme ganado al fin, quizás su alegría compense mi…Qué cojones
va a compensar, pensó mientras se dirigía a la red, mírale qué sonrisa de
imbécil. Estás bien, papá, le preguntó mientras le abrazaba por encima de la
red. Sí sí, mintió él. Mientras guardaba la raqueta, pensó que daría cualquier
cosa porque ese mal cuerpo fuera COVID19, y así pudiera evitar tener que ver a
nadie en diez días.
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