miércoles, 15 de mayo de 2019

52 contra 36



Siempre ha sido una batalla desigual, no solo en cuanto a número de efectivos, sino también en cuanto a la importancia y poderío de cada uno de ellos. Cuando todos piensan únicamente en uno de los bandos, y el otro es un mero accesorio, un actor secundario infrautilizado, la derrota se convierte en el pan nuestro de cada día. Cada vez que se levanta la tapa, presentan sus armas y luchan una batalla en un campo desnivelado, en el que por primera vez estar arriba no supone una posición dominante. El agua siempre fluye por el camino más fácil, y es innegable que, mientras unas son intuitivas, directas, casi cristalinas, las otras requieren un requiebro, un escorzo antinatural de la mano para que los dedos busquen su tacto, y esto implica inevitablemente una ralentización de la obra, una sensación de torpeza del interprete poco vistosa y poco agradable al oído, lo cual hace que al final los dedos, como pequeños racistas en la Norteamérica de los años 50, tiendan a evitarlas.

En el siglo XVIII, Otto Schuapertag, un garbanzo negro de la escuela de Salzburgo, discípulo de un discípulo venido a menos de Mozart, se empeñó en escribir hasta treinta y seis obras empleando únicamente componentes del bando perdedor: el fracaso fue tan mayúsculo que Otto no volvió a levantar cabeza y empezó a deambular como un loco por las calles de Salzburgo, gritando en un perfecto austriaco: “¡¡Son 36!! ¿ No lo entienden? No podemos despreciarlas, ¡¡son 36!!” Acabó sus días delirando en un pequeño cuarto que uno de sus antiguos alumnos le cedió, irónicamente situado en el número 36 de la  Gumpendorferstraße.

Y así continuaron, sin pena ni gloria, pasando desapercibidas, y teniendo que soportar que incluso algunos de modelos de piano fabricados a comienzo del siglo XIX se construyeran sin ellas. Pero incluso los perdedores tienen su momento de gloria. Después de años de desprecio y humillaciones, en el año 1830, todas las derrotas y todos los sinsabores, y toda esa mirada altiva desde abajo que tuvieron que soportar durante siglos, se dieron la vuelta: Chopin compuso “Teclas negras”, una obra en la que únicamente suena una nota natural, un Fa natural despistado en el compás número 66, siendo el resto de teclas que toca la mano derecha única y exclusivamente, negras. Una sinfonía en la que sostenidos y bemoles son, por una vez, las estrellas. No es que sea el “Para Elisa” ni nada parecido, pero “Teclas negras” es la reivindicación proletaria de 36 teclas a las que nadie nunca prestó atención, y que por una vez, se convirtieron en estrellas por un día. Las siglas O. S. que Chopin escribió en la esquina superior izquierda son interpretadas por todos los musicólogos como un postrero homenaje a aquel músico austriaco que murió en un cuartucho con las paredes repletas de dibujos maniacos de pequeñas teclas de piano negras.

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