Siempre
ha sido una batalla desigual, no solo en cuanto a número de efectivos, sino
también en cuanto a la importancia y poderío de cada uno de ellos. Cuando todos
piensan únicamente en uno de los bandos, y el otro es un mero accesorio, un actor
secundario infrautilizado, la derrota se convierte en el pan nuestro de cada
día. Cada vez que se levanta la tapa, presentan sus armas y luchan una batalla
en un campo desnivelado, en el que por primera vez estar arriba no supone una
posición dominante. El agua siempre fluye por el camino más fácil, y es
innegable que, mientras unas son intuitivas, directas, casi cristalinas, las
otras requieren un requiebro, un escorzo antinatural de la mano para que los
dedos busquen su tacto, y esto implica inevitablemente una ralentización de la
obra, una sensación de torpeza del interprete poco vistosa y poco agradable al
oído, lo cual hace que al final los dedos, como pequeños racistas en la Norteamérica
de los años 50, tiendan a evitarlas.
En
el siglo XVIII, Otto Schuapertag, un garbanzo negro de la escuela de Salzburgo,
discípulo de un discípulo venido a menos de Mozart, se empeñó en escribir hasta
treinta y seis obras empleando únicamente componentes del bando perdedor: el
fracaso fue tan mayúsculo que Otto no volvió a levantar cabeza y empezó a
deambular como un loco por las calles de Salzburgo, gritando en un perfecto
austriaco: “¡¡Son 36!! ¿ No lo entienden? No podemos despreciarlas, ¡¡son 36!!”
Acabó sus días delirando en un pequeño cuarto que uno de sus antiguos alumnos
le cedió, irónicamente situado en el número 36 de la Gumpendorferstraße.
Y
así continuaron, sin pena ni gloria, pasando desapercibidas, y teniendo que
soportar que incluso algunos de modelos de piano fabricados a comienzo del
siglo XIX se construyeran sin ellas. Pero incluso los perdedores tienen su
momento de gloria. Después de años de desprecio y humillaciones, en el año
1830, todas las derrotas y todos los sinsabores, y toda esa mirada altiva desde
abajo que tuvieron que soportar durante siglos, se dieron la vuelta: Chopin
compuso “Teclas negras”, una obra en la que únicamente suena una nota natural,
un Fa natural despistado en el compás número 66, siendo el resto de teclas que
toca la mano derecha única y exclusivamente, negras. Una sinfonía en la que sostenidos
y bemoles son, por una vez, las estrellas. No es que sea el “Para Elisa” ni
nada parecido, pero “Teclas negras” es la reivindicación proletaria de 36
teclas a las que nadie nunca prestó atención, y que por una vez, se
convirtieron en estrellas por un día. Las siglas O. S. que Chopin escribió en
la esquina superior izquierda son interpretadas por todos los musicólogos como
un postrero homenaje a aquel músico austriaco que murió en un cuartucho con las
paredes repletas de dibujos maniacos de pequeñas teclas de piano negras.
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