Cayó la noche del lunes y el piano tocó un Do.
Era luna nueva y no se veía ni oía absolutamente nada en la espaciosa sala de conciertos, tan solo el Do lacónico y solitario se sostenía como suspendido del techo al igual que las enormes lámparas de araña. Solo eso, hasta que un penetrante grito retumbó tan fuerte entre las paredes que hizo vibrar las vidrieras que las adornaban.
La primera víctima.
Regularmente, cada día de la semana con cada nota, algún trabajador o visitante al edificio moría de forma inesperada e inexplicable al sonar una de las notas del piano. Nadie sabía cuando había empezado aquella mortífera efeméride pero lo cierto es que tampoco nadie le ponía fin.
Regularmente, cada día de la semana con cada nota, algún trabajador o visitante al edificio moría de forma inesperada e inexplicable al sonar una de las notas del piano. Nadie sabía cuando había empezado aquella mortífera efeméride pero lo cierto es que tampoco nadie le ponía fin.
Sería sencillo sacar el piano fuera del palacio y evitar así que se produjeran más muertes. Podrían incluso destrozarlo en el mismo sitio donde se encontraba, arrancar una a una todas sus teclas, despojarlas de su poder de destrucción e impedir así que con sus resonantes notas se acabase con más vidas. Pero a nadie le interesaba tomar ninguna de aquellas medidas.
Los días de la semana se sucedieron después del Do con su Re, Mi, Fa, Sol y La hasta que llegó el Domingo que se despertó con la necrológica que anunciaba el fallecimiento del nuevo vigilante de los sótanos que había aparecido sin vida el sábado por la noche.
Todas las noches de los domingos, después de haberse cobrado su suculento peaje de vidas que acompañaban al sonido de cada de una las notas musicales de la escala que sonaban cada día de la semana, aquel demoníaco y despiadado piano hacía las delicias de todos aquellos que lo escuchaban.
Cientos de personas se aglomeraban en aquel enorme salón para embelesarse con sus acordes, nadie había oído jamás un sonido de semejante pureza, la música que procedía de él parecía venir de otro planeta.
Daba igual quien lo tocara, el piano nunca fallaba. No cometía errores, la secuencia era siempre perfecta. Aquellas frases completas e inmaculadas transportaban las mentes de todos los que las oían a aquellos lugares en los que siempre habían deseado estar, danzando entre sus melodías, besaban a aquellos a los que siempre habían adorado pero que nunca se habían atrevido siquiera a mirar. El piano convertía en realidad sus sueños, las pasiones más profundas y primigenias de los asistentes. Escuchar su fascinante música durante el par de horas que duraban los conciertos era mejor que vivir sus anodinas vidas, aquella experiencia bien valía unas cuantas muertes a la semana.
Aquella velada de domingo fue particularmente sublime, el piano vagó primero a la deriva entre varias piezas familiares para terminar con una composición desconocida y agresiva cuya intensidad fue in crescendo de forma paulatina pero implacable. Los asistentes se levantaron de las sillas extasiados, embrujados por aquella orgía melódica que les conducía a un clímax sensorial del que no podían abstraerse.
Algunos se desmayaron, otros se taparon los oídos y arrodillaron delante de sus sillas incapaces de asimilar más emociones, otros simplemente se quedaron boquiabiertos mirando al pianista, que como un pelele manejado por un titiritero poseído, hacía mover sus manos y dedos de aquí para allá aporreando con furia unas teclas que parecían a punto de salirse de sus anclajes.
Las mentes de los que no habían sucumbido al poder de aquel instrumento endemoniado ya no habitaban en sus cerebros, se habían transportado a años luz de donde se encontraban, viajaban más allá de los límites del Universo por áreas donde la oscuridad, la luz, la materia y el vacío son conceptos sin sentido. A través de sus iris se podría apreciar, si alguien hubiera estado en condición de hacerlo en ese instante, una total ausencia de vida e inteligencia. Entes muertos cuyos pensamientos habían superado los límites de la percepción y no eran capaces de encontrar el camino de vuelta a su terrenal existencia.
La música cesó de golpe, bruscamente, con un acorde en Si Mayor grave y profundo que resonó en el salón con la contundencia de un vibrante trueno. El pianista, ahora inerte, con los brazos colgando a sus costados y la barbilla apoyada en el pecho comenzó a inclinarse lentamente hacía atrás, hasta caer al suelo de bruces y quedar tumbado boca arriba mirando a las lámparas de araña con unas pupilas tan dilatadas que el blanco de los ojos había desaparecido por completo.
Poco a poco, uno a uno, volvió a aparecer el brillo en las miradas de la inanimada concurrencia que aún se encontraba en pie. Se oyó una palmada, y después otra y otra más. Todavía absortos pero ya de mente presente, algunos comenzaron tímidamente a aplaudir con ritmo y mayor firmeza, pronto toda la audiencia rugía en aplausos y vítores y aclamaba a un pianista que yacía muerto en el centro del círculo que todos formaban. A nadie parecía importarle aquel siniestro detalle, tanta era la indiferencia mostrada al cadáver que se diría que los asistentes estaban elogiando en realidad al propio piano y no al difunto ejecutor de aquellas imponentes composiciones musicales.
Aquel había sido un domingo memorable. El público, elegantemente vestido como mandaba la ocasión, comenzó a abandonar el lugar ordenadamente, demasiado cautivados todavía para poder compartir la experiencia con el resto. Deseaban llegar a casa e ir a la cama cuanto antes para que los días de la semana siguiente se sucedieran lo más rápidamente posible y les llevaran al domingo para poder disfrutar de otro de aquellos grandiosos conciertos que cada semana que pasaba les transportaban más y más allá.
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