Allí, delante mía, a escasos metros se erguía la figura alta y esbelta del explorador polar.
No podía apartar la vista de él, lo admiraba profundamente. Pensar que aquel hombre de mirada noble y directa, sencillo y casi tímido, había estado en aquellos lugares tan increíbles sobre los que tanto había leído, resultaba extraño. Era como ver materializado a tu personaje favorito de novela de ficción. Me resultaba difícil asumir que mis héroes pudieran ser de carne y hueso y no actores que acudieran a contarnos sus experiencias de rodaje, sino seres humanos tan reales como yo, que habían puesto el pie en los lugares más recónditos de la Tierra con tanto esfuerzo y sufrimiento.
El explorador proyectó las impresionantes imágenes captadas durante sus aventuras con fluidez, entremezclando divertidas anécdotas en su discurso, provocando sonrisas e incluso carcajadas hasta cuando narraba los momentos más crudos y dramáticos de sus expediciones.
El tiempo volaba para los demás, pero para mí se había detenido hacía ya un buen rato.
No estaba ya confortablemente sentado junto al amigo que me había invitado a acudir a la conferencia, me encontraba sin embargo inmerso en un frio tan extremo que mordía las escasas superficies de mi cara expuestas al aire helado. Estaba solo, a miles de kilómetros de aquella sala, de pie, sacudido por el feroz viento de aquellos parajes desolados y llenos de peligros que aquel hombre, tan increíble y real al mismo tiempo, nos describía de forma tan vívida, como un juglar lo hiciera en la edad media, o quizás más bien como un hechicero, que con su voz y con aquellos paisajes había conseguido hipnotizarme y obrar el milagro.
Sentí miedo cuando durante una expedición invernal al Polo Norte, envueltos en el negro manto de la noche perpetua boreal, ahuyenté al oso polar que trató de entrar en mi tienda de campaña, sentí como la tela del traje estanco se pegaba a mi piel cuando me sumergía en el agua helada del océano polar para cruzar los canales que se abrían entre los témpanos y me sentí aislado, tan solo como si fuera un astronauta en órbita o sobre la superficie de la luna, cuando esquiaba arrastrando mi trineo por la meseta Antártica hacia una lejana cordillera a la que nunca lograba acercarme por mucho que caminara. No se trataba de días, sino de semanas de soledad absoluta, a miles de kilómetros de la civilización.
Comprendí, que yo jamás tendría aquellas experiencias. Parpadeé al pensarlo. El hechizo se empezó a desvanecer. Como una revelación, me vino a la mente el pensamiento, de que ningún ser humano podía en realidad acumular las mismas experiencias que las de ningún otro semejante, por muy parecidas que las vidas de estos fueran. No sé porque traté de establecer aquella comparación entre el explorador y yo, supongo que es algo que de forma natural e inevitable todos hacemos con nuestros ídolos.
Giré la cabeza a mi izquierda y allí estaba mi amigo. Ya no me encontraba sobre la plataforma helada de kilómetros de espesor, sino de vuelta en aquel salón de actos escuchando de manera todavía lejana como algunos asistentes formulaban al explorador ciertas preguntas absurdas sobre la existencia o no de la tierra hueca, o de como hacer las necesidades a temperaturas de cincuenta grados bajo cero. Cuestiones que no hacían justicia al relato que nos acaba de contar y me avergonzaron, pero en realidad, ¿Qué pregunta podía estar a la altura de aquello?, quizás ninguna.
Mi cerebro volvió a ausentarse por un rato de aquella esperpéntica realidad y volvió a sumergirse en la reflexión que me había traído de vuelta. Empecé a darme cuenta de que cada lugar, situación, logro, fracaso y cada sentimiento provocado por cualquiera de esas aventuras, fueran éstas extremas o no, generan una huella indeleble en nuestra memoria tan diferente como los seres humanos lo somos los unos de los otros.
Admiraba a aquel individuo, gracias a él, a su proximidad y pasión, pude vivir, aunque fuera en la distancia, una ínfima parte de lo que nos había mostrado. Interiormente le di las gracias por ello y por algo más, porque con cada imagen que veía y palabra que escuchaba, las oxidadas cadenas que mantenían hundidos los recuerdos de mis viajes pasados se fueron rompiendo liberándolos uno a uno, y estos, con parsimonia, iniciaron su lento ascenso por los recovecos de mi memoria para acabar flotando en su superficie reviviéndolos en mi conciencia como si hubieran ocurrido ayer.
Cuando me levanté para salir de aquel lugar, el explorador continuaba charlando de manera desenfadada con los curiosos que se habían acercado al estrado para hablar con él. Seguía sin poder dejar de observarle, temía que fuera la última vez que fuera a verlo, como a un familiar o amigo muy querido al que sabes que vas a tardar tiempo en volver a ver. Sabía que cuando le diera la espalda para salir, el encantamiento se rompería del todo. Pero reuní las fuerzas necesarias y lo hice, resistiendo la tentación de sumarme a aquellos que le rodeaban para exprimir el espejismo un poco más. Abrí la puerta de la sala que daba al iluminado patio por el que habíamos entrado un par de horas antes y nos dirigimos decididos hacia la salida.
El Sol y el aire fresco terminó de hacerme volver a la realidad. Extrañamente, no sentí el vacío que esperaba, sino todo lo contrario. Tras unos segundos de silencio, necesarios para reponernos como después de una conmoción, de los viajes que acabábamos de hacer, mi compañero y yo iniciamos una animada conversación que, al igual que ocurre cuando acabas de ver una película en el cine, abandonó rápidamente el consabido repaso de todo lo que acabábamos de presenciar, incluyendo los bien merecidos elogios al explorador, para a iniciar un minucioso recopilatorio de todas nuestras propias y mutuas anécdotas de andanzas pasadas y que a su vez finalmente derivaron en nuevas y numerosas ideas para programar fascinantes proyectos futuros.
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