domingo, 27 de octubre de 2019

¡CUAK!

Roberto era un pato bastante normal, no era ni grande ni pequeño, ni listo ni tonto. Era un pato muy común en casi todos los aspectos, tan solo había un pequeño detalle que le distinguía del resto de sus congéneres palmipedos. Roberto era capaz de hacer realidad cualquier deseo que alguien pronunciase en su presencia. Era consciente de que era poseedor de aquel particular poder pero su pequeño cerebro patuno no era capaz de predecir las consecuencias que su habilidad podía tener en la humanidad si ésta se daba a conocer.

Una soleada tarde de abril, Roberto se encontraba flotando plácidamente en su charca favorita mientras picoteaba las migas que una anciana le lanzaba con entusiasmo. Todavía era ignorante de que su vida iba a cambiar de forma repentina e inesperada.

Durante su corta existencia hasta la fecha, Roberto sólo había materializado los inocentes deseos de los críos que se habian arremolinado a su alrededor para darle de comer o para acariciarlo. Recordaba a duras penas su primer milagro. Todavía era un pato muy pequeño al que le costaba seguir los pasos de su mamá el día que una niña pelirroja había dado un respingo de alegría cuando después de haber pronunciado las palabras:

 "¡Ay! ¡Ojalá tuviera yo un patito como este!"

Había aparecido en lo alto de su cabeza una réplica exacta de Roberto, amarillo, mono y desplumado como era él por aquel entonces.

Recordaba también como otros se habían marchado a casa con las manos llenas de chucherías, manojos de globos y pelotas de fútbol. Había llegado incluso a convertir a un niño gordito y pecoso en caballero andante.

Pero su hasta ahora apacible vida iba a dar un brusco giro que le llevaría a estar muy ocupado durante algunos meses.

No muy lejos de la anciana que le estaba alimentando, en la orilla, se encontraba un hombre de unos cincuenta años que presentaba un aspecto bastante deplorable. Sucio y desaliñado, se sentaba en cuclillas lanzando piedrecillas al estanque con la mirada perdida en el infinito.



Roberto, cansado de engullir migas mojadas de pan se acercó zigzageando con disimulo a curiosear pensando que quizás aquel humano pudiera estar echando algún nuevo manjar al agua embarrada de su charca. Según se aproximaba, Roberto empezó a discernir parte del discurso que aquel hombre estaba relatandose a sí mismo:

"Dios mío, ¿Como he podido perderlo todo? ¿Como he podido arruinar así a mi familia? ¡No merezco vivir!"

Roberto no entendía bien lo que pasaba, pero entendía que aquella persona estaba atravesando un momento delicado en su vida. Se acerco un poco más y cuando el hombre harapiento posó sus ojos en él se detuvo en seco.

Por algún motivo, la visión de aquel pato balanceándose suavemente ante él pareció producir un relajante efecto en su agitada existencia. Su rostro desencajado se relajó y su mirada errática y frenética se centró en Roberto.

"Calmate Antonio, no te precipites" murmuró para sí. "Solo necesito algo de ayuda, solo necesito algo de dinero para poder volver a empezar... "

"¡Cuak!"

Antonio dejó de murmurar de repente.

En todo aquel rato no había dejado de mirar al pato mientras desvariaba y seguía tirando piedrecillas ... pero ahora callaba atónito completamente inmóvil. En el agua frente a él flotaba un billete de cincuenta euros .

"Pero que coj..." Antonio se miró las manos. Las tenía llenas de dinero. Entre sus dedos y esparcidos por el suelo debía de haber al menos tres mil euros entre billetes de cincuenta y cien.

Antonio levantó la mirada y miró fijamente a Roberto que parecía divertido con la escena. El pato, a su vez, miraba al hombre con la cabeza inclinada. Inmediatamente una bombilla se encendió en la cabeza del hombre.

"Necesito cien mil euros, ¡quiero cien mil euros ahora mismo!"

"¡Cuak!" dijo Roberto desternillandose interiormente de risa, pero aparentemente no sucedió nada.

Antonio se incorporó de un salto y dio un paso hacia atrás algo asustado al percatarse de que aquel pato se estaba riendo de él. Tropezó con algo y cayó sentado sobre sus posaderas totalmente conmocionado. Entre sus piernas había aparecido un maletin negro que obviamente no le pertenecía. Con mano temblorosa lo puso sobre sus rodillas y lo abrió despacito. Cien mil, ni un euro más ni uno menos. Justo cien mil.

El hombre, sin molestarse en quitarse los zapatos, se introdujo en el agua y tendió los brazos hacia Roberto.
" ¿Eres tu quien ha hecho esto? ¿Eres tu quien ha hecho aparecer todo este dinero? ¿Eres tu quien me ha salvado la vida y la de mi familia? ¡Ven conmigo pato! ¡Tenemos mucho que hacer!".

Roberto se aproximó a Antonio y se dejó coger entre sus brazos confirmando con un gorgoteo que efectivamente así era.

Antonio se llevó a Roberto a casa inmediatamente , y durante  los días que siguieron estuvieron ambos muy ocupados, ayudando a todo aquel que lo precisaba. Los deseos se murmuraban aquí y allá cada vez que Antonio se topaba con algún necesitado o alguna injusticia. Tan agradecido estaba que se olvidó de si mismo y empezó a hacer realidad los deseos de otros con los que se encontraba.

Pronto se dio cuenta de que sí lo pensaba bien, sus deseos podían ir más allá de arreglar las situaciones con las que diariamente se daba de bruces y que enmendaba de manera singular y que podía solucionar de forma permanente y global los peores males que asolaban el mundo.

En una semana había acábado con la pobreza en su país y con las enfermedades terminales. Deseaba el bien conforme lo veía aparecer en las noticias,  normalmente plagadas de drama e incontables desgracias. Iba enmendando y corrigiendo el rumbo de este mundo descarriado que le rodeaba, pero se puso sus propios límites  y normas. No se atrevió por ejemplo a resucitar a los muertos, ni quiso que sus bondades traspasasen las fronteras de su país por miedo a las implicaciones que eso pudiera tener.

Con un Cuak por aqui y otro por allá erradicó el cáncer, el hambre y las enfermedades de los niños. Otro día, deseó disponibilidad de energía infinita e inmediatamente, las centrales dejaron de quemar carbón y gas. Las turbinas giraban produciendo electricidad como por arte de magia con las calderas apagadas ante la atónita mirada de sus operarios.

Pero toda aquella benevolencia no era bien vista por los países vecinos que a los meses empezaron a envidiar la inexplicable prosperidad de su país. Los vagos intentos de aproximacion diplomática que se produjeron, cuyo objetivo era hacerse con la tecnología secreta que había logrado reducir a cero las importaciones de combustibles, alimentos y medicamentos de aquel, anteriormente, pobre país de Europa, fueron respondidos por los confusos gobernantes con balbuceos sin sentido.

Los vecinos se lanzaron al asedio.

A Antonio apenas le había dado tiempo a reaccionar después de oír las declaraciones de su presidente que anunciaban la guerra.

Se encontraba sentado en el sofá de su humilde piso junto a Roberto, su pato bienhacedor mirando las noticias que daban en la tele con incredulidad.  No daba crédito a lo que estaba viendo, ¿Como podía ser que la prosperidad, la salud, la virtud, la grandeza y la alegría hubiera podido despertar la envidia, la cólera y los peores instintos de aquellos que les rodeaban? . Si tan sólo lo hubieran pedido Antonio y Roberto habrían extendido el bien allá donde hubiera sido necesario ejercerlo...

La pantalla mostraba como una multitud de soldados extranjeros se avalanzaba por una calle de Madrid hacia una barricada montada improvisadamente por sus paisanos. Antonio miró a Roberto contrariado sin saber que hacer ni decir. Roberto Le devolvió una mirada tranquilizadora a Antonio  y abrió el pico para decir:

"Cuak"

martes, 3 de septiembre de 2019

Tocaré


“Es de fuego, es de fuego/
el contacto de tus cuerdas y mis dedos…”

Así empezaba la canción. Do, sol, la menor y fa, una y otra vez, repetidos hasta la saciedad, tanto en las estrofas como en el estribillo. Sonia llegó con la propuesta una noche de ensayo, había recordado aquella canción conduciendo hasta el local, no sabía por qué, si hacía siglos que no la escuchaba, pero se le había aparecido y por alguna misteriosa razón, ella, que tenía problemas en recordar si había cerrado o no con llave el coche y con frecuencia tenía que volver a comprobarlo, había sido capaz de cantarla palabra tras palabra, sin errar una sola. Fue, con diferencia, la canción que menos les costó aprenderse al grupo. En el camino de vuelta a casa, Sonia, con la cabeza aún temblando con la potencia de los amplificadores y de la batería, con el dulce subidón de las cervezas y el ensayo, sonreía al pensar lo joven que era cuando la escuchó por primera vez, lo prometedor y sugerente que era todo en aquella Salamanca a la que fue a estudiar enfermería, y pensó en qué habría sido de él, si seguiría casado o tendría algún hijo más, pensó qué habría sido de mí, de nosotros, si no le hubiera conocido tan joven, si no hubiera tenido tanto que vivir antes de sentir esta certeza que siento ahora de que lo más importante es que haya alguien que te espere cuando vuelvas a casa.

En el siguiente ensayo fue cuando empezaron a ocurrir cosas extrañas. Llevaban meses preparando un concierto que darían a la semana siguiente, y había ya doce canciones que se sabían al dedillo, y que ensayaban de corrido, como simulando lo que sería la noche del concierto, pero en la sesión anterior las cosas habían ido también con “Tocaré”, que decidieron intentar incorporarla. Empezó la guitarra eléctrica de Chloe, y después entró la batería de Nico, pero la atmósfera se cargó definitivamente cuando Sonia empezó a cantar: Sonia, que por lo habitual se mantenía bastante hierática entorno al micrófono (Nico la llamaba cariñosamente insecto-palo), empezó a contonear el cuerpo de forma rítmica, moviendo las caderas arriba y abajo al ritmo del bajo de Edu, y pasándose la mano por la cara y su largo pelo de una forma en que ninguno le había visto hacerlo antes. Edu, que nunca se había sentido atraído por ella, estaba hipnotizado por el vaivén del culo de Sonia, y más de una vez tocó la nota equivocada, aunque nadie pareció notarlo. Quizás porque Nico lo que no podía dejar de mirar era cómo los pechos de Chloe se movían descontrolados bajo la camiseta, al ritmo de los acordes de una guitarra que despedía rayos y centellas, y aporreaba la batería con una furia y una pasión que su novia hacía siglos que no veía en su cama. Chloe, a su vez, a pesar de estar felizmente casada y tener ya una niña, no podía apartar la vista del paquete de Edu y de ese bulto sospechoso que parecía hacerse más y más grande según avanzaba la canción. La que no parecía mirar a nadie, más que nada porque durante toda la canción tuvo los ojos cerrados, fue Sonia, aunque puede que su cabeza estuviera recordando una noche en Salamanca de hace muchos años. Cuando acabó la canción, mantuvieron la vista baja durante unos segundos, avergonzados por el insoportable grado de excitación que habían vivido todos. En silencio, recogieron los bártulos y todos asintieron cuando Sonia musitó que creía que debían atreverse a tocarla en el concierto, a pesar de lo poco que la habían ensayado.

Llegaron con tiempo de sobra para hacer la prueba de sonido. La sala no era otra cosa que un bar acondicionado para dar conciertos, por lo que cuando llegó el momento de empezar, había al menos unas sesenta personas, entre amigos y habituales del bar. Empezaron con la parte más trabajada de su repertorio, su lista de doce canciones que tocaron en riguroso orden, con Sonia aferrada al micro como una lapa, completamente inmóvil. El concierto transcurría de una forma correcta e irreprochable, sin grandes alardes pero sin fallos, de forma que los parroquianos del bar, a quienes en principio el concierto ni les iba ni les venía, aguantaron las doce canciones acodados en la barra, sin aplaudir pero sin protestar.  

Entonces llegó la decimotercera canción. Sonia se giró por primera vez en todo el concierto hacia sus compañeros, sonrió levemente y le hizo un gesto con la mano a Chloe para que contuviera aún los acordes del comienzo de la canción. Empezó a cantar a capella:

“Es de fuego, es de fuego/
el contacto de tus cuerdas y mis dedos”

El murmullo de fondo que hay en todos los conciertos paró casi de inmediato.

“Fue difícil, pasó el tiempo/
metal, madera/
se ensartan en mi cuerpo…”

Sonia hizo un gesto a Chloe, que comenzó a acariciar los acordes de guitarra, anhelando con excitación el momento en que Edu entrara con el bajo, y acordes y ritmo se fusionaran en uno, y a ella le estallara todo por dentro y el deseo se le hiciera carne viva, y todo esto confiando en que su marido, que había ido a verla, no notara nada. Edu milagrosamente fue capaz de entrar al mismo tiempo que Sonia, porque a pesar de que él en lo único que podía pensar era en abalanzarse sobre Sonia y desnudarla allí mismo, las manos se deslizaban como autómatas por los trastes, sabiendo donde tenían que ir en cada momento, como lo hubiesen sabido si hubieran tenido acceso al cuerpo de Sonia en ese instante. Los miembros del grupo estaban reviviendo la experiencia del último ensayo, pero potenciada  por la adrenalina de tocar en directo y por la actuación desbordante de Sonia, que estaba fuera de sí, vocal y gestualmente. Si alguno de ellos hubiera estado en condiciones de prestar atención a lo que pasaba en la sala, se habrían quedado paralizados por la sorpresa, pero ninguno tenía ojos (ni manos, ni bocas) para nada que no fuera lo que estaba pasando en el escenario. Mientras, en la sala, como guiados por la voz de Sonia, todo el público se había ido amontonando junto al escenario, muy pegados unos a otros, cada vez más pegados, y con cada acorde de Chloe, y con cada grito desgarrado de Sonia, se apretaban más, conocidos y desconocidos, mujeres y hombres, frotándose unos contra otros, tocándose con fiereza indisimulada, salvajes, irremediablemente atraídos unos por otros, olvidados los límites del pudor…

Cuando sonó el último acorde de la canción, poco a poco fueron volviendo en sí, varios pidieron perdón por tener la mano aún ahí, disculpa, no sé cómo ha podido pasar. Un par se vistieron y al menos otros tres tuvieron que asegurar a sus parejas que no habían visto lo que habían creído ver. Nadie se atrevió a pedir un bis, todos desfilaron lentamente hacia la salida, como un ejercito derrotado huyendo de Sodoma y Gomorra. En el escenario, de nuevo en silencio, recogieron sus instrumentos y se emplazaron para el próximo ensayo, aunque Sonia sabía bien que nunca volverían a tocar juntos.



martes, 13 de agosto de 2019

EL INCENDIO DE LA PLANTA 23

- Ha ocurrido en la planta 23, llevamos dos horas intentando llegar al foco pero el derrumbe de la escalera de la planta inmediatamente inferior no nos permite llegar a ella. No sabemos muy bien que hacer, capitán, no hay más accesos a pie hasta allí. Se trata de un edificio muy antiguo, solo tiene un tiro de escaleras.-

El capitán miró hacia arriba con pereza, eran las doce de la noche y se encontraba tremendamente cansado. La cosa no pintaba nada bien. Sabía perfectamente lo que significaba un incendio en un rascacielos, había combatido muchos otros como aquel en aquella horrenda ciudad donde apenas se veía el cielo desde el sucio asfalto de sus calles... se trataba de un trabajo duro, muy peligroso y que no ofrecía ninguna garantía de que la cosa fuera a acabar bien para las victimas ni para sus hombres.

Al menos ahora no tenía que llamar a su mujer para decirle que no le esperase despierta, pensó tristemente. Hacía apenas un mes ya no tenía a nadie en casa que se preocupase por él mientras atendía aquellas emergencias intempestivas. Un alivio en casos como este, pero un infierno peor que el que estaba arrasando la planta 23 de aquel edificio con el que tenía que convivir día a día, no soportaba la soledad.

Los cristales de las ventanas donde rugía el incendio habían estallado hacía un buen rato y las llamas se asomaban amenazadoras danzando fieramente entre los vidrios rotos. La temperatura debía de ser insoportable allá arriba, había que darse prisa.

- Sabemos que los miembros del consejo de administración de la empresa que se encontraba en la planta 23 están encerrados en la sala de conferencias. - Le dijo el sargento con visible preocupación.- Al parecer estaban en medio de una acalorada reunión cuando se inició el fuego y no se percataron de los avisos de las alarmas.-

-¿Cuantos personas hay atrapadas? ¿Lo sabéis? - Dijo el capitán mirando a su compañero a los ojos con una mirada desprovista de emoción.

- Ehhh, unos veinte o veinticinco, creo. Todavía estamos tratando de localizar a algunos trabajadores que no han contestado a las llamadas, puede que haya algunos más.-

- Está bien, vamos para arriba, no perdamos más tiempo.- El capitán avanzó cansinamente hacia la puerta principal del edificio pasando por encima de las mangueras esparcidas por el suelo que conectaban los camiones cisterna con la instalación contraincendios del edificio.

El sonido sordo de los cristales al golpear contra la gruesa lona que protegía el acceso a la entrada le recordaba a cuando el agua tamborileaba en el techo de la tienda de campaña aquellas noches de tormenta de verano que pasaba con su mujer en las montañas. Los relámpagos iluminaban el interior de la tienda y su esposa se abrazaba a él despavorida cuando los truenos estallaban en sus tímpanos. Como la echaba de menos...

Al traspasar las puertas giratorias del vestíbulo de entrada se detuvo un instante para mirar el descomunal directorio de empresas que se alzaba como una enorme lápida sobre el mostrador de recepción ahora vacío. Tenía curiosidad por saber a que empresa pertenecían todos aquellos pobres desgraciados a los que el incendio había pillado por sorpresa allá arriba.

PLANTA 23: SEGUROS TRASHMAN, S.L.

Seguros Trashman....Seguros Trashman..., aquel nombre hizo que se convirtiera en piedra. Su desinterés inicial se esfumó de repente para ser reemplazado por un soplo helado que no le permitió articular palabra ni movimiento alguno durante algunos segundos.Unas gotas frías de sudor corrieron raudas por su espina dorsal.

-Capitán, ¿le ocurre algo? Los chicos de la brigada nos están esperando en la planta 22. ¿Se encuentra bien?.-

- Si, si, sargento, no se preocupe. Me encuentro perfectamente.- Respondió el Capitán volviendo momentáneamente de su ensimismamiento. -Vamos rápido para arriba, no hay tiempo que perder.-

Comenzó el lento ascenso que tan bien conocía, peldaño a peldaño, tenía que arrastrar todo el  equipo de respiración y el pesado traje de aproximación al fuego por aquella interminable escalera. Ascendieron penosamente los casi cien metros de altura que les separaban de aquellos pobres desgraciados mientras el sargento ponía al día al capitán acerca de los detalles técnicos.

- Según los planos, existe una vertical de montacargas que podría darnos acceso directamente a la sala de conferencias. Es un conducto cuadrado metálico de cincuenta centímetros de lado que corre sin interrupción desde la planta baja hasta la azotea. Podríamos instalar una plataforma en la planta 22 y hacer descender a los atrapados uno a uno sujetándolos con cuerdas o instalar una barra para que desciendan deslizándose por ella. No es un método muy ortodoxo pero creo que sería suficientemente rápido para poder sacarlos a todos de ahí a tiempo. No se me ocurre otra solución, el acceso a la cubierta también ha colapsado, y por arriba tampoco los podemos evacuar. La verdad es que la cosa pinta muy mal.-

La mirada del capitán se encontraba perdida en el siguiente peldaño de escalera que tenía que pisar. Habían alcanzado la planta 22 y uno de sus cabos les esperaba en el rellano con la puerta abierta y con semblante visiblemente preocupado.

- ¿Capitán?- Inquirió el sargento.

- Si, de acuerdo, sargento. Me parece una idea brillante. No veo mejor solución que la que propone...- Respondió con brusquedad.- Lo haremos de la siguiente manera, subiré yo mismo a la sala de conferencias para examinar la situación de primera mano. Cuando les avise, haga subir a la cuadrilla del cabo primera con todo lo necesario, arneses, cuerdas, poleas, etc. mientras van montando la plataforma en la planta 22, y por Dios, asegúrense de que esté bien asegurada, no quiero que ninguno de esos pobres diablos acabe estampado en la base del edificio ¿me oye? ¿Donde está el montacargas?-

El cabo les condujo a través de los pasillos esquivando a los bomberos que corrían de un lado para otro hasta el vestíbulo de ascensores donde abrió una pequeña compuerta que se encontraba disimulada en la pared.

-Es aquí.- Dijo el cabo.- Hay que ascender unos cuatro metros hasta la trampilla de la planta 23. El conducto tiene unas pequeñas hendiduras y salientes cada cierta distancia en los laterales que puede utilizar como apoyos y asideros para trepar. No es muy complicado, ya lo hemos comprobado.-

- Bien.- Dijo el capitán con resolución. - No se preocupen, manos a la obra.- Y dicho esto, se desprendió del equipo de respiración y se introdujo con rapidez y agilidad gatuna por la negra abertura.

El aire corría de abajo a arriba con sorprendente fuerza. El  calor sofocante de la planta superior hacía que el aire el conducto se calentase perdiendo densidad provocando un flujo natural convectivo que hacía que este ascendiera por aquella chimenea metálica como si fuese impulsado por un gigantesco ventilador.

Hacía años que no escalaba. En tiempos, solían hacerlo su mujer y él en primavera y en otoño cuando no hacía demasiado calor, pero desde que ella había caído enferma habían dejado de practicar. Pasaba en su lugar el escaso tiempo libre del que le permitía disfrutar su trabajo junto a ella en la sala de estar de su pequeño piso de las afueras. Haciéndola compañía, tratando de hacerla reír, tratando de animarla.

Aquel ascenso no era nada complicado, tenían razón sus hombres. Poco a poco remontó aquella corta distancia tratando de ignorar el inmenso vacío que se abría bajo sus pies y de no dejarse impresionar por la angustiosa sensación que provocaba aquel huracán de viento en el que se había sumergido de lleno.

Lanzó una fugaz mirada hacia abajo y vio la cabeza del sargento asomada al rectángulo de luz que  formaba la compuerta abierta de la planta 22 por la que se había adentrado. Alcanzó a ver como sus labios se movían pero no pudo entender nada de lo que decía. El rugir del aire volatilizaba sus palabras con furia ensordecedora.

Continuó un poco más hasta que llegó a la altura de la portezuela de la planta 23. La fuerte patada que le propinó la hizo pivotar sobre sus goznes de manera tan violenta que el manillar se empotró con fuerza en la pared en la que se encontraba. Asomó la cabeza. El sargento tenía razón, el montacargas desembarcaba directamente en aquella planta en la sala de conferencias.

Cuando sus ojos se acostumbraron de nuevo a la brillante luz que le dio la bienvenida, se encontró de bruces con la atónita mirada de veintitrés hombres y mujeres inmaculadamente vestidos y repeinados. Ni un incendio de estas características podía hacer mella en aquellos ejecutivos que tan poca acción habían visto y cuya frivolidad les hacía tratar a sus congéneres como mera basura, motas de polvo. Conocía bien a aquella estirpe de comadrejas sin sentimientos, de hecho conocía a todas y cada una de las personas que conformaban aquel grupo. Eran los mismos con los que había combatido durante todos los años que había durado la enfermedad de su mujer con más tenacidad con la que había combatido el fuego durante toda su vida. Casi podía poner nombre, apellidos e incluso voz a todas aquellas caras blancas ahora por el terror, los conocía muy pero que muy bien aunque ellos no le conocían a él. Jamás se habían dignado a recibirle en sus oficinas a pesar de su incansable insistencia, los mismísimos despachos que se lo habían arrebatado todo y que estaban ahora ardiendo irremisiblemente.

Era aquella misma aseguradora, la aseguradora del consorcio de bomberos, la que se las había ingeniado para eludir tener que afrontar el descomunal gasto que suponía llevar a cabo el tratamiento que tan desesperadamente necesitaba su mujer. Durante todo el tiempo que aquella cruzada había durado, Seguros Trashman, la empresa que habitaba la planta 23 de aquel colosal edificio, no había desembolsado ni un solo euro. Él y su mujer habían tenido que venderlo todo y gastar todos los ahorros para llevar a cabo la cura por sus propios medios, pero no había sido suficiente. Ni después de haber realizado todo aquel esfuerzo fueron capaces de pagar las últimas fases del tratamiento, las que habrían salvado la vida a su mujer, y eso, a pesar de que había una evidente relación causa efecto entre el origen de la enfermedad que había sufrido y el consorcio. Durante años, había tenido que guardar, siguiendo las instrucciones del reglamento de bomberos, su traje de amianto en el ropero  para poder acudir a los siniestros directamente desde su casa sin tener porque pasar por el parque y así ganar tiempo. Las infinitesimalmente pequeñas partículas de aquel infame traje habían desencadenado la afección terminal que había acabado con la vida de su mujer y por ende con su felicidad.

La normativa prohibió su uso cuando ya era demasiado tarde, y el consorcio se vio obligado a hacer  devolver los trajes a todos los oficiales. La aseguradora no había querido saber nada, no había asumido la responsabilidad del caso y había provocado con su inacción su ruina económica y las penurias consiguientes que tuvieron que afrontar.

Pero las compañías no son crueles entes inanimados, malvados de película que toman decisiones y esparcen el mal por doquier de forma irracional. No, las empresas están formadas por personas, como  personas eran aquellas veintitrés almas en vilo que le miraban ahora con un brillo de esperanza que desplazaba el alarido de pánico que lucían en sus ojos cuando abrió aquella pequeña compuerta. La que debía de llevarles a su salvación.  Si, allí se arracimaban atemorizados los seres humanos y racionales que son conscientes de sus decisiones, que tienen alma y cerebro y que dirigen las grandes corporaciones...seres vivos que también tienen corazón...o al menos deberían de tenerlo.

El capitán salió por la compuerta lentamente y se incorporó dentro de la sala de conferencias esbozando una radiante y amable sonrisa. Los veintitrés consejeros sonrieron a su vez al capitán recíprocamente.

- Menos mal que han aparecido ustedes, ya era hora ¡estamos salvados!.- Dijo uno.

-Maldita sea, pensabamos que nunca llegarían, ¡benditos sean!.- Dijo Fernando Ramirez, el consejero delegado que lucía unos engominados rizos grises que colgaban quizás demasiado largos acariciando su encorbatado cogote.

- Claro que si, ¡nunca debieron de dudar del cuerpo de bomberos, hombre!.- Bromeó el capitán conteniendo la risa que le había empezado a surgir de forma incontrolable en su interior.

- Está todo preparado ahí abajo, hemos acolchado el fondo de este conducto en la planta inmediatamente inferior donde mis hombres les están esperando para recogerles y llevarles sanos y salvos a la calle. Vayan por favor deslizándose sin perder el tiempo en orden y con calma por la abertura. ¡Las mujeres y los niños primero!- Finalizó con un extraño timbre de frenesí en la voz y sin dejar de sonreir.-

Los ejecutivos, se pusieron en fila, siguiendo el riguroso orden que les confería la jerarquía del consejo y sin prisa pero sin pausa fueron saltando armoniosamente  uno a uno por la trampilla.

- Vamos, rápido, no se entretengan, acabemos con esto de una vez y cuanto antes. Uno a uno, ya saben, en orden y con calma...-



















FUEGO


Veo caer pavesas a mi alrededor, blanquecinas, diminutas, como si de pronto hubiese llegado la Navidad… pero no, no llega el tiempo feliz de los regalos y el asombro y la esperanza de los niños, lo que llega son los restos del incendio, toneladas de vivencias que han ardido en un fuego interior que me ha consumido durante años.

Al principio todo iba bien, o mejor que bien. Tras un encuentro inesperado de almas provocado por el roce de dos manos, se sucedió una explosión de pasión desatada, estalló la lucha desesperada de la búsqueda de cuerpos, y una batalla sin cuartel de encuentros y desencuentros, de acercamientos y rechazos, lanzamientos al vacío, seguidos del pánico irracional por lo que podría venir después. Todo vivido al límite un día tras otro. Algo así no podía perpetuarse, la explosión inicial se mitigó y dio paso a tiempos de ilusión y esfuerzos compartidos, de una lucha común. Y el fuego inicial se convirtió en el calor de las brasas, algo que te arropaba, que te envolvía en la agradable sensación de pertenecer a una llama perpetua, eternamente iluminada, siempre cercana, conectada a ti.

Uno no es consciente de cuando se origina la chispa que engendra la destrucción. Llega sin avisar. Se produce en un micro-segundo. No sabes siquiera donde ha surgido, pero siempre prende en algún sitio… No sabes si procede del enfado, de un relámpago de ira, de una mala contestación, una mirada llena de reproche, un silencio inoportuno… Pero la chispa explota de forma instantánea y todo lo que se ha ido acumulando, unas veces con prisa, otras con desidia, otras con cuidado y primor, todo, absolutamente todo, tanto lo bueno como lo malo, comienza a arder, a prenderse en una esquina sin que te enteres. Y todo empieza ahí.

El calor que te arropaba y que era tu refugio se transforma y comienza la sensación de agobio, de presión, de sofoco. Puertas y ventanas se cierran, y entonces comienza la falta de aire, y llega la asfixia, y la necesidad imperiosa de tener que hacer un esfuerzo para respirar y sobrevivir. El sufrimiento empieza a ser un compañero permanente en tu vida. Te saluda por la mañana cuando te despiertas, y no deja de llamarte y reclamar tu atención a lo largo del día, para que no olvides que está ahí, que se ha convertido en un inquilino indeseable al que no puedes expulsar.

Al final llega el fuego, que se extiende con ansia en tu interior arrasando metro a metro, centímetro a centímetro todo lo que encuentra a su paso. Sientes el dolor desgarrándote, las llamas devorando cada milímetro de carne y de piel, en una tortura interminable y perenne que eres incapaz de controlar. El fuego devora, se apodera de todo lo que encuentra a su paso y lo aniquila lentamente. Juguetea con tus sentimientos y tus recuerdos, y uno a uno los va destrozando. Al principio parece que les anima, vislumbras los objetos al rojo vivo, parecen estar llenos de luz, de vida, de sangre… pero esa misma luz los destroza desde su mismo interior, y lo que en un momento está incandescente, al poco se vuelve negro, gris, apagado. La forma se desmorona, se descompone y acaban quedando solo cenizas.

Solo puedes contemplar atónita, extrañada y perpleja, como todo desaparece bajo su poder, bajo su fuerza, bajo su capacidad infinita de destrucción…Y te quedas paralizada, observando entre catatónica y asombrada todo ese proceso, mientras oyes crepitar todo tu interior, tus ilusiones, tus esperanzas, lo construido, lo que estaba a la espera de ser creado, lo ganado, lo vivido…

Y un día levantas la mirada, y lo que ves es un panorama apocalíptico, un mundo destrozado, solo hay cenizas a tu alrededor. Lo que tenía luz se convierte en oscuridad y solo puedes distinguir tonos grises a tu alrededor…Tu vida ha desaparecido, y solo quedan cenizas y escombros, y te preguntas como has llegado a ese devastado paisaje… ¿cómo es posible que no lo hayas visto venir?… ¿En qué momento perdiste el control? ¿En qué momento la chispa se convirtió en fuego?, ¿en qué momento lo que parecía mágico comenzó a devorar y a destrozar tu vida…en qué instante se vino todo abajo…?

Al final llega el silencio, un viento gélido te recorre entera por dentro, no hay espacio ya para el calor,... solo cenizas, pavesas flotantes en un mundo irreal que te rodea, te ha absorbido por completo y se ha convertido en tu mundo… Y un grito salvaje y desesperado te brota de dentro, y estalla rompiendo la barrera del sonido y alcanzando espacios y universos más allá de tu propia imaginación, un grito de dolor espantoso, un grito de desesperación frenética, un grito que te da la vuelta y saca lo poco que quedaba de ti. Vacío. Con ese grito ya no queda nada salvo vacío.

Y a la mañana siguiente de nuevo sale el sol que ciega tus ojos acostumbrados ya a la oscuridad, y tú no sabes qué hacer con ese paisaje en el que estás inmersa. No sabes adonde ir ni cómo moverte. No sabes que puedes pisar y que no, no sabes si ese dolor que percibes latente bajo todos los poros de tu piel, va a ser soportable o te va a paralizar de nuevo. No sabes nada. Pero algo en tu interior te dice que tras la destrucción y la disolución llegan la calma y la reconstrucción.

El tiempo se paraliza durante unos instantes, y pierdes la noción del espacio y del tiempo, te encuentras suspendida en un universo adimensional y en ese vacío y esa infinitud recuerdas que eres el ave Fénix, y que es el momento de resurgir. El cosmos volverá a ser creado, y aunque eres consciente de que todo tu mundo volverá a ser devorado por las llamas, tienes la certeza de que volverás a entregar tu corazón. Te yergues, miras adelante, mueves un pie, luego otro, y comienzas a caminar de nuevo.

miércoles, 26 de junio de 2019

Los planos



-       - Por última vez, teniente, dame esos planos.
-       - Te repito que no sé de qué me estás hablando.
  
      El general Hummels se frotó el mentón con mal disimulada rabia. Las manos le temblaban y estaba haciendo esfuerzos por no sacar su pistola reglamentaria. Conocía al viejo Ahrend desde la Gran Guerra: habían compartido trincheras primero en Ypres y luego en la batalla del Somme. Sistemáticamente, el joven Hummels había sacado las castañas del fuego a Ahrend, que le llevaba más de 10 años, pero que nunca había sido especialmente avispado: todo el mundo sabía que si Ahrend había logrado salir vivo de aquello había sido gracias al liderazgo y la valentía de Hummels. Compartieron el penoso viaje de vuelta hasta Colonia, derrotados, sabiendo que el armisticio que se iba a firmar acabaría con el imperio por el que tanto habían luchado. La larga travesía entre 1916 y el auge del Führer fue especialmente penosa para Hummels, porque él se sentía llamado a grandes logros, y aquella Alemania hundida y humillada estaba para pocas hazañas. Pero el III Reich le hizo albergar esperanzas, y la fe que puso en su Führer poco a poco le fue dando réditos: organizó el concienzudo trabajo de las SS en Colonia, donde reclutó como fiel ayudante a Ahrend, y cuando recibió la orden de entrar con las primeras tropas en Polonia, no dudó ni un solo segundo. Todo había ido bien al principio, los dos primeros años los combates se contaban por victorias, pero poco a poco la inercia comenzó a cambiar, y después de lo de Stalingrado nada volvió a ser lo mismo. Y ahora estaban en una ciudad de mierda del norte de Francia, apunto de emprender la huida de nuevo, pero ahora que el camino del norte había quedado cerrado por los bombarderos ingleses, necesitaban reabrir la ruta este, y para eso necesitaban conocer, con bastante grado de detalle, dónde cojones estaban todas y cada una de las minas que habían colocado para proteger su huida. Si le había confiado esos planos a Ahrend era porque, aunque no fuera muy listo, no tenía ni un gramo de duda sobre su fidelidad, lo cual era vital en un momento en que los jóvenes oficiales estaban empezando a desertar como ratas. Pero el viejo Ahrend no, él nunca haría algo así, él defendería con su vida esos planos. O eso creía Hummels, porque el caso es que tenía a su ya de por sí maltrecha división de acorazados dispuesta para salir, y no tenía ni la más remota idea de cómo evitar lanzarles a una muerte segura. Los oficiales que quedaban presenciaban la escena impacientes, y más de uno no había conseguido imitar el gesto paciente de su superior y ya había desenfundado, con la pistola de momento apuntando al suelo, pero esperando ansiosos la orden de Hummels. Las tropas británicas y norteamericanas se oían ya cercanas, y con ellas venían franceses que tenían muchas cosas pendientes con ellos. Lo último que querían era estar allí cuando llegaran.

-       - Ahrend – Hummels se había acercado hasta hablarle en un susurro al oído – Viejo amigo, por favor, no entiendo a qué viene esto, pero necesitamos esos planos – le apoyó una mano en el hombro y le sonrió como solo dos camaradas que han pasado mil batallas juntos, y que las han visto de todos los colores, pueden sonreírse – Dámelos y esto solo será un mal recuerdo.
 
     La mirada de incomprensión que le devolvió Ahrend pareció absolutamente sincera. Parecía que empezaba a darse cuenta de la gravedad de la situación, pero no era capaz de encontrar una solución:

-       - Humi – nadie le llamaba así, solo él- Creo que estás equivocado, de verdad que nunca me diste esos planos.
-       - No me hagas esto, por favor – dijo, apretando ya con rabia el hombro de su viejo amigo. Le golpeó con fuerza en el estómago, haciendo que se doblara, y le asestó una patada en las piernas, obligándole a ponerse de rodillas en el suelo. Le arrancó con violencia la parte superior del uniforme y buscó en todos sus bolsillos, pero no había nada. El tiempo se acababa - ¡Regístrenle! – gritó a sus oficiales, que se abalanzaron como buitres sobre el viejo Ahrend, que no paraba de temblar y balbucear palabras incomprensibles, parecía haber entrado en estado de shock.
-      
      - ¡Los planos! – gritó totalmente fuera de sí Hummels - ¡Los malditos planos!

Ahrend le miró deshauciado, una mirada bovina que todos habían visto muchas veces en las caras de miles de judíos, la mirada del que se sabe perdido sin entender muy bien por qué.

-       - ¡Los planos, maldito imbécil! – volvió a gritar Hummels, mientras las descargas de artillería aliada llegaban ya a menos de 100 metros.
-       - ¿Qué planos, Humi?- preguntó Ahrend, justo antes de que el arma reglamentaria de Hummels le volara la cabeza.

-         - ¡Adelante, nos vamos! ¡Adelante, adelante! ¡Arranquen!

La división inició una huida extraña, sin estar seguros de si lo más peligroso quedaba detrás, o estaba por delante. En el medio del campo, el cuerpo desnudo de Ahrend yacía absurdo y roto. Si la situación no hubiera sido tan tensa, quizás los jóvenes oficiales que le habían registrado se hubieran dado cuenta de que llevaba las duras botas militares cambiadas de pie. Y, quizás, si el viejo Ahrend no hubiera sido el tipo invisible en el que nadie reparaba, alguien se habría dado cuenta de que eso había sido así cada día durante los últimos dos meses. Y cómo iba a sospechar el viejo Ahrend, el viejo y enfermo Ahrend, que aquellos papeles que no sabía ni qué eran ni que los llevaba en el bolsillo, y que tan buen servicio le habían hecho la noche anterior, cuando no encontró ni rastro de papel en la letrina, le iban a costar la vida. Pero está claro que no era ni un buen lugar ni un buen momento para andar diagnosticando a alguien de alzhéimer.