miércoles, 26 de junio de 2019

Los planos



-       - Por última vez, teniente, dame esos planos.
-       - Te repito que no sé de qué me estás hablando.
  
      El general Hummels se frotó el mentón con mal disimulada rabia. Las manos le temblaban y estaba haciendo esfuerzos por no sacar su pistola reglamentaria. Conocía al viejo Ahrend desde la Gran Guerra: habían compartido trincheras primero en Ypres y luego en la batalla del Somme. Sistemáticamente, el joven Hummels había sacado las castañas del fuego a Ahrend, que le llevaba más de 10 años, pero que nunca había sido especialmente avispado: todo el mundo sabía que si Ahrend había logrado salir vivo de aquello había sido gracias al liderazgo y la valentía de Hummels. Compartieron el penoso viaje de vuelta hasta Colonia, derrotados, sabiendo que el armisticio que se iba a firmar acabaría con el imperio por el que tanto habían luchado. La larga travesía entre 1916 y el auge del Führer fue especialmente penosa para Hummels, porque él se sentía llamado a grandes logros, y aquella Alemania hundida y humillada estaba para pocas hazañas. Pero el III Reich le hizo albergar esperanzas, y la fe que puso en su Führer poco a poco le fue dando réditos: organizó el concienzudo trabajo de las SS en Colonia, donde reclutó como fiel ayudante a Ahrend, y cuando recibió la orden de entrar con las primeras tropas en Polonia, no dudó ni un solo segundo. Todo había ido bien al principio, los dos primeros años los combates se contaban por victorias, pero poco a poco la inercia comenzó a cambiar, y después de lo de Stalingrado nada volvió a ser lo mismo. Y ahora estaban en una ciudad de mierda del norte de Francia, apunto de emprender la huida de nuevo, pero ahora que el camino del norte había quedado cerrado por los bombarderos ingleses, necesitaban reabrir la ruta este, y para eso necesitaban conocer, con bastante grado de detalle, dónde cojones estaban todas y cada una de las minas que habían colocado para proteger su huida. Si le había confiado esos planos a Ahrend era porque, aunque no fuera muy listo, no tenía ni un gramo de duda sobre su fidelidad, lo cual era vital en un momento en que los jóvenes oficiales estaban empezando a desertar como ratas. Pero el viejo Ahrend no, él nunca haría algo así, él defendería con su vida esos planos. O eso creía Hummels, porque el caso es que tenía a su ya de por sí maltrecha división de acorazados dispuesta para salir, y no tenía ni la más remota idea de cómo evitar lanzarles a una muerte segura. Los oficiales que quedaban presenciaban la escena impacientes, y más de uno no había conseguido imitar el gesto paciente de su superior y ya había desenfundado, con la pistola de momento apuntando al suelo, pero esperando ansiosos la orden de Hummels. Las tropas británicas y norteamericanas se oían ya cercanas, y con ellas venían franceses que tenían muchas cosas pendientes con ellos. Lo último que querían era estar allí cuando llegaran.

-       - Ahrend – Hummels se había acercado hasta hablarle en un susurro al oído – Viejo amigo, por favor, no entiendo a qué viene esto, pero necesitamos esos planos – le apoyó una mano en el hombro y le sonrió como solo dos camaradas que han pasado mil batallas juntos, y que las han visto de todos los colores, pueden sonreírse – Dámelos y esto solo será un mal recuerdo.
 
     La mirada de incomprensión que le devolvió Ahrend pareció absolutamente sincera. Parecía que empezaba a darse cuenta de la gravedad de la situación, pero no era capaz de encontrar una solución:

-       - Humi – nadie le llamaba así, solo él- Creo que estás equivocado, de verdad que nunca me diste esos planos.
-       - No me hagas esto, por favor – dijo, apretando ya con rabia el hombro de su viejo amigo. Le golpeó con fuerza en el estómago, haciendo que se doblara, y le asestó una patada en las piernas, obligándole a ponerse de rodillas en el suelo. Le arrancó con violencia la parte superior del uniforme y buscó en todos sus bolsillos, pero no había nada. El tiempo se acababa - ¡Regístrenle! – gritó a sus oficiales, que se abalanzaron como buitres sobre el viejo Ahrend, que no paraba de temblar y balbucear palabras incomprensibles, parecía haber entrado en estado de shock.
-      
      - ¡Los planos! – gritó totalmente fuera de sí Hummels - ¡Los malditos planos!

Ahrend le miró deshauciado, una mirada bovina que todos habían visto muchas veces en las caras de miles de judíos, la mirada del que se sabe perdido sin entender muy bien por qué.

-       - ¡Los planos, maldito imbécil! – volvió a gritar Hummels, mientras las descargas de artillería aliada llegaban ya a menos de 100 metros.
-       - ¿Qué planos, Humi?- preguntó Ahrend, justo antes de que el arma reglamentaria de Hummels le volara la cabeza.

-         - ¡Adelante, nos vamos! ¡Adelante, adelante! ¡Arranquen!

La división inició una huida extraña, sin estar seguros de si lo más peligroso quedaba detrás, o estaba por delante. En el medio del campo, el cuerpo desnudo de Ahrend yacía absurdo y roto. Si la situación no hubiera sido tan tensa, quizás los jóvenes oficiales que le habían registrado se hubieran dado cuenta de que llevaba las duras botas militares cambiadas de pie. Y, quizás, si el viejo Ahrend no hubiera sido el tipo invisible en el que nadie reparaba, alguien se habría dado cuenta de que eso había sido así cada día durante los últimos dos meses. Y cómo iba a sospechar el viejo Ahrend, el viejo y enfermo Ahrend, que aquellos papeles que no sabía ni qué eran ni que los llevaba en el bolsillo, y que tan buen servicio le habían hecho la noche anterior, cuando no encontró ni rastro de papel en la letrina, le iban a costar la vida. Pero está claro que no era ni un buen lugar ni un buen momento para andar diagnosticando a alguien de alzhéimer.

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